lunes, 23 de julio de 2018

MEAR


A menudo meo sentado.
Temo salirme por fuera.
Por la tangente del abismo.
Fuera del tiesto.

Otras veces
meo de pie,
por dentro. Minuciosamente
por los lados, para no hacer ruido.

Siento alivio en esos urinarios
colocados uno junto al otro.
Donde todos los que meamos
poderosos o no, somos unos completos

desconocidos.

Las ganas de mear
siempre entran con uno
al buscar las llaves de casa.
Así el regreso; así el hambre.

Un agitarse frenético.
Un pulsar absurdo de cisterna
por si el agua inspira.
El aguijón de la gana.

El goteo frustrante.
El intervalo. La pared de losetas
frías. El olor a cloro. A pescadería.
El inexplicable charco.

La tortura del halógeno
con temporizador.
"Lo estoy haciendo bien" —piensas;
y la oscuridad. Luego el lamparón delator;

la aspersión en la pernera.
La gotita incómoda
que humedece el calzoncillo.
El disimulo. Nadie va a creerte.

No lo niegues.

Mear no es un arte discreto.

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