Somos egos. Quien lo niegue sabe que miente. Miente a sabiendas de que
los actos, al igual que las palabras, no garantizan nada ni a nadie.
La opinión es libre, el juicio no. El juicio ni es justo ni es libre
nunca. El juicio es injusto porque se basa en una ley escrita, estricta,
y ya he dicho que ni las palabras, ni los actos son garantía de nada,
no pertenecen a nadie. Por tanto, lo que yo diga, no debe ser tenido en
cuenta. Incluso lo que no decimos o no hacemos es utilizado en nuestra
contra; también hay culpables por omisión. Por omisión de auxilio, por
omisión de conciencia; por omisión, en general, también. Somos culpables
por pensar, por no pensar, por pensar mal, por no saber, ni siquiera,
pensar. El pensamiento, como la opinión, es libre, tanto que sin
pensamiento, como dice el tango, se puede andar, tranquilamente, después
de sufrir, de amar y de partir. El pensamiento es el refugio, la casa
de la opinión adonde acudimos maltrechos, a consolarnos, a lamernos las
heridas mutuamente, para aliviarnos ese dolor, ese pudor que debemos
sentir por ser quienes somos.
No hay malas ni buenas personas. Hay
personas. Hacemos cosas, condicionados por lo que otras personas hacen,
dicen y piensan. Cuantas más personas hagan, digan y piensen, mayor es
la catástrofe. Nos hacemos daño, nos damos placer. La hospitalidad es
una manera refinada de ejercer la autocomplacencia; piénsenlo. La
generosidad parte de un leve deseo de retribución, aromatizado con la
paciencia, raíz de todo resentimiento, es decir, lo que se vuelve a
sentir, a revisar, a examinar, a juzgar.
Mi opinión es libre. Mi
juicio no. Menos aún mi prejuicio, inherente a toda persona que piensa,
siente, dice y teme. Vivir no es lo normal. Vivir es lo anómalo. Es
resistirse ante la desaparición. El prejuicio es un mecanismo de
supervivencia, una forma de trinchera desde donde arrojar piedras sin
que las manos se vean.
Pero somos ego, lo único que nos mantiene
vivos, porque deseamos asistir, no lo nieguen —quien lo niegue miente— a
la destrucción, pero siempre desde la barrera, procurando que no nos
afecte, de todo lo que no tenga que ver con nosotros.
Todo nos
afecta, y gracias a eso, nos apostamos en las atalayas como
francotiradores dispuestos a reventar de un disparo la paz interna que
nos brinda la confusión. Nos da vergüenza equivocarnos porque está mal
visto. Por eso es bueno pedir perdón, aceptar disculpas, condescender.
Porque lo aleatorio, lo fortuito es un defecto. Todo lo que no se
controla es semilla de miedo. El miedo. El miedo a que nos maten y a ser
capaces de matar. El miedo a ofender y a que nos ofendan. El miedo a
sentir y a que nos sientan. El miedo a no ser, y a que no nos sean.
A nadie le amarga un dulce ni una palmadita en la espalda, tampoco una
caricia. Pero ese dulce, esa palmadita, esa caricia viene siempre con
cláusula de retribución. Decir que no es un privilegio. Decir que sí es
un atrevimiento. No decir nada es, simplemente, atroz.
La opinión
es libre, no pública, ojo. La opinión pública es una obscenidad, una
perversión de la libertad. Un allanamiento, una invasión de la casa del
pensamiento. Una violación de la hiperpersona que está por encima de
todo eso. Un ultraje perverso a la impureza.