lunes, 19 de junio de 2017

CORRÍJANME


Corríjanme si me equivoco,
pero el aire aún desata mi peinado;
un peinado de nadie, anodino,
no curado por las bellas intenciones
de un padre que me cuida la cabeza,
un peinado mesado en la ternura
embelesada de una madre tan rotunda
como para dormirme en la forma más sencilla.
Para que duerma bien y lindo,
de ese dormir de niño rabioso,
rubio, bizco: soñador de antílopes,
de tortugas.


Corríjanme si me equivoco,
pero es que al caníbal que me habita
no le priva la carnaza, tan sólo el alma
de las cosas hechas con descuido.
Me da hambre conocer cada día
la posibilidad de que todo sea hacia afuera,
un programa espacial fallido, una visita
a otros planetas con ropa inadecuada.
Un volverse mosca entre las tardes calurosas,
una furibunda reacción del silencio en llama.
Digno de ver en cualquier sutileza,
asco que todo ser conjuga,
que todo estar dispara.

Corríjanme si me equivoco,
por favor, pues nada hay
en mí que sea riguroso,
certero, cabal; tan sólo lo leve,
lo que nace constante en un nido,
un cobijo extraño, ligero como una sombra.
Un hermano con el que salgo a pasearme
el tiempo que nos une, el espacio que nos marca
la distancia precisa del encanto. Un diez
en el examen de conciencia.
La fruta que se me olvida por comer
en ocasiones.

Corrígeme si me equivoco, amor.
Busca conmigo la manera de estar,
de ser y parecer, en todo lo que copula,
en todo lo que brota amargamente sin saber
lo que nos hace hacer este amor, lo que me otorga
serte dardo. Límpiame esta sal que lija
la madera de mis estantes, el descanso
de mis libros. La soledad inquieta
desde donde me nombro a menudo
sin saber qué cosa es exactamente,
sin querer qué es lo que me quiere.
Todo este entonces.

Rígeme, ¡oh diosa de la espera!
Lánzame al espacio sin noción
de tiempo. Cancela mi deber de vuelo,
saca de mi alma la aurora en niebla,
el frío cuando disto tanto de conocer
el musgo retardado inmerso en la caricia.
Pírrica mi batalla sobre el mantel solo
de la mesa sola, de mi estancia breve
sobre el territorio virgen de la lluvia,
sobre el calor húmedo que nos escancia.
Palpitación constante del caos
criándonos entre dedos luminosos.

Corríjanme si me equivoco.
Convóquenme si no me rijo.
Sólo así haré del mar un clavicémbalo,
un tupido velo para gaviotas sueltas,
sin destino. Déjenme cazar musarañas.
Castigarme sin salir, en mi cuarto, con mis libros.
Con mi perenne vicio de bosques,
de anhelos no resueltos.
Con mi particular homenaje de duendes.
Grutas donde escribirles toda nube.
Todo albergue de lágrima imprecisa.

Corríjanme si me equivoco.
Sólo así les seré alguien,
contrario a lo que piensan,
esquivo a lo loco. Cojo.
Esquívenme a lo que giro.
A lo que toco.

viernes, 2 de junio de 2017

EL GENDARME Y LA COMPRA

El gendarme, con sus bolsas de la compra subiendo la escalera hasta su apartamento. El gendarme, con la compra mal distribuida en las bolsas, la una más pesada que la otra, sube penosamente los escalones hasta el quinto piso de su edificio sin ascensor. Descansa en los rellanos, pero no puede dejar las bolsas en el suelo porque al estar mal distribuida la compra puede peligrar el contenido si vuelve a hacer el esfuerzo para sostenerlas nuevamente; pueden romperse y desparramar el contenido por todo el rellano en que se haya parado, las latas puede que rueden escaleras abajo, las botellas de vino puede que se rompan al desfondarse las bolsas por el peso, la fruta dentro de las bolsas de fruta no amortiguan nada. Maldice al cajero del supermercado que le distribuyó tan pésimamente la compra en las dos bolsas, por las prisas, por la cola, porque cuando uno compra tiene que meter rápido las cosas que compra en las bolsas, sin orden, sin lógica porque si se tarda lo suficiente, el resto de la cola que espera mira mal, airada, aspaventosa, protestando por la torpeza de uno que no sabe distribuir la compra dentro de las bolsas, aún menos el cajero, que no está para eso en la hora punta sino para cobrar y listo. El gendarme sube con las bolsas de la compra que poco a poco van cediendo, una por el peso, otra porque va rozando con las paredes, ya que la escalera es estrecha. Está ansioso por llegar. El gendarme sabe que en breve será el desastre, como hace tres días, cuando toda la compra se fue escalera abajo por culpa de las bolsas, las prisas y sus ganas de llegar al apartamento. Cinco pisos, sin ascensor, suponen para el gendarme, viejo ya, un suplicio para bajar a por la compra y pensar que luego tiene que subir, de nuevo, con esa carga, con el temor de que se le rompan las bolsas porque olvidó una vez más coger las bolsas grandes, resistentes, porque salió con prisas a comprar y se dio cuenta de que en su nevera y despensa poco quedaba después de llegar de viaje. El gendarme suda, le sudan los dedos, palpitantes por la presión del plástico de las asas en los dedos que le hormiguean como adormeciéndose. Un rellano le falta y no llega a tiempo. Las bolsas, otra vez, se rompen y la compra entera rueda por los escalones yendo a parar al rellano, rompiéndose algunos tarros, la fruta por el hueco de la escalera, deshaciéndose a medida que cae e impacta con los pasamanos de acero inoxidable, las botellas de vino se rompen y riegan toda la escalera, dejando ese olor delator de alcohol, los huevos no se salvan tampoco. El gendarme se sienta en el escalón antes del rellano de su piso, y comienza a sollozar, luego gime impotente, y finalmente rompe a llorar desconsoladamente, como un niño al que se le olvidaran los deberes en casa, como si no hubiera tenido tiempo para estudiar para aquel examen. El gendarme llora, el eco de su llanto alerta a la vecina que, otra vez, abre la puerta y le ve ahí, sentado, empapado de vino, llorando. Ella baja un par de escalones desde el rellano del quinto hasta donde el gendarme está sentado y le abraza, le abraza como al niño que nunca tuvo, le abraza y ambos lloran, lloran porque de lo poco que se ha salvado de las bolsas nada les sirve para mañana. Es tarde, todo está cerrado ya. El gendarme se calma y la vecina le invita amablemente a su apartamento, no sin antes recoger el estropicio de la escalera. Aún con lágrimas en los ojos, la vecina del gendarme friega la escalera, barre los cristales, recupera unos tomates, magullados ya. La vecina ama al gendarme. Por eso le prepara una sopa y le abraza en la silla de la cocina. Ambos a solas, comiendo sopa, en silencio. El gendarme tiene sueño y vuelve a su apartamento, sin la compra, con lágrimas secas en los bolsillos. La vecina vuelve a cerrar la puerta cuando el gendarme entra en su casa. De madrugada, la vecina del gendarme se despierta, sobresaltada. Ha escuchado un disparo en el apartamento del gendarme. Grita. Sale y golpea la puerta del gendarme, que no responde. No responde. No responde. Se desploma llorando en el rellano, donde aún huele a vino y lejía. Son las cuatro de la mañana.