lunes, 26 de septiembre de 2016

BEEE! 4

"Perseverar no implica ingerencia". Es ahí donde radica todo el corpus ético de la cabra; pues de todos es bien conocida su proverbial tenacidad, defendida con terca gallardía, rayana en el orgullo que al final será su salvación. Su orgullo no proviene del temor, sino de la dignidad salvaje, forjada en los más inhóspitos paisajes de la vida de la cabra. Porque la cabra, aunque aparente angustia, sabe. La cabra sabe, conoce el olor florescente de las peñas, de los sotobosques, de los arbustos; conoce el ritmo de los afilados vientos mientras, tenaz, resiste sus embates en el camino de regreso. Conoce el espacio, no así el tiempo. Para la cabra el tiempo no existe; es sólo un destino. "Perseverar no implica ingerencia", por eso la cabra llega a donde llega; pues la ingerencia —cómo se irrumpa en el espacio— supone territorio, y el territorio es cuestión de presencia. "Si no estás, el lugar no existe". Así piensa la cabra, por lo común. Luego hay contracorrientes a este pensamiento, otras tribus que piensan que es "uno quien no existe si el lugar no está de antemano", valga el sofisma: "Si el lugar no está, no existes." Y así sucede con muchas cuestiones relativas al sistema de pensamiento de las cabras. Basta con observar cómo hasta que se genera un conflicto, la cabra —la ingerente— merodea, tantea siempre antes de lo irrefrenable. La condición de cabra es tener conciencia de la capridad, en el sentido de estar atento a la extensión, forma y movimiento del cuerpo como cabra en el espacio que se ocupa y sus consecuencias para sobrevivir. Esto representa un problema existencial de primer orden. Cuando no hay vuelta atrás, la cabra brevemente atrasa su embate, pero va. Va al encuentro de su deseo frontalmente, sabiendo a lo que se expone si su deseo es de mayor tamaño y fuerza. Por esto, luego del primer impacto, la cabra, por lo general, midiendo las fuerzas que no le impidan la insistencia, se alejará paulatinamente del lugar donde la catarsis dejará para siempre otra muesca en sus cuernos, heridas en la testuz, inquietud en el alma. El alma de la cabra se muestra sombría ante la duda, alegre y vivaz ante la simple verdad. 

HAIKU BLANCO

La luz avisa:
—uno pesca en la orilla—
dos, caminando.

domingo, 25 de septiembre de 2016

BEEE! 3

La condición de cabra exige entrenamiento. No es baladí, de repente, adscribirse a esta tribu de perfiladas formas; hay quien ya tiene el rostro marcado por esta condición. Sólo hay que saber verlo, interpretar los signos desde temprana edad. El pequeño cabritillo, buscando la preciada protección y el cobijo incondicional de su madres, al principio se muestra torpe en su reciente descubrimiento del arte de caminar, habilidad que le acompañará a lo largo de toda su vida si tiene intención firme de sobrevivir. Las cabras adultas acogen al nuevo miembro, en un principio, con cierto recelo. Posteriormente, a medida que el infante caprino desarrolla sus hechuras, será aceptado poco a poco. Suele ocurrir después del destete, tras volar del seno materno hacia el seno de su nueva madre, —la naturaleza—; aunque este vínculo, sobre todo por el olor, será ya inquebrantable hasta el día último de su existencia. De este modo, burlando también los designios de los dioses predadores con que las cabras se ayuntan en su particular cosmogonía, la joven cabra emprenderá a solas su camino, tanto macho como hembra. Llega un punto límite en el cual, ante la asombrosa verdad de la existencia—la desaparición, la muerte—la cabra deberá irse acostumbrando a su nueva condición de gran cabra, pues las muescas de sus cuernos, serán clave para identificar su poder. Cuantiosos habrán de ser los encontronazos con otros adultos de su tribu para que el poder de la cabra ejerza la mayor influencia de su vida. La condición de cabra exige entrenamiento, como se puede ver, pero también fortaleza en el compromiso, equidad en el juicio —herencia de sus lejanos parientes, los caballos—, pero sobre todas las cosas: pasión. Si algo caracteriza a la condición de cabra es, precisamente, su arraigado instinto de la pasión.

BEEE! 2

El amor entre cabras es complicado, adusto, a menudo hosco, pero revestido de una implacable ternura. Muchas veces se embisten por nada y por todo, tras lo cual se quedan quietas, cada cual en su peñasco, no arrepentidas, sí reflexivas, meditabundas, atentas, esperando el movimiento preciso de su contendiente. La cabra, sin embargo, no compite. Comparte y desea, como los humanos, pero con mayor desgarro; con sutileza se acerca y es proclive al arrumaco, al perdón de cabra, que es el mayor y mejor perdón que existe; pues la cabra, al no tener noción de culpa, se resite a todo lo que tenga que ver con la redención de nada.

sábado, 24 de septiembre de 2016

BEEE! 1

Es la condición de cabra. Vagar solitaria por el pedregal, escalar hábilmente los peñascos donde se oculta de todas las miradas. La cabra, si algo tiene, es mirar. Mirar lo que causa curiosidad en su espíritu quejumbroso; tal vez, sabiendo o no, que eso en lo que deposita su mirada no representa nada parecido a lo que los humanos denominan fe. Las cabras hemos perdido la fe hace tiempo. Ni siquiera al husmear ufanas entre los arbustos hallamos placer en lo que encontramos. Sólo nos suscita sospecha aquello que no se asemeja al pasto. Claro, hablo de la cabra salvaje, de aquella ajena a cualquier redil, libre de toda granja. La cabra verdadera no es ganado, es cabra, a secas, tan seca como su ternura de secarral recién mojado tras el amanecer. Saltarina, no por grácil, sino por naturaleza, entiende el terreno y las piedras como una rayuela libre de dogmas, lejos del tejo o piedra que marque el camino a seguir. La cabra sólo sigue su camino (la salvaje). La otra, la estabularia, resulta aburrida. La cabra habla siempre de lado. Se expresa en su escueto lenguaje de gaita; al poco las demás responden, formando tribu milenaria. A la cabra le cunde cualquier cosa, desde un brote seco en mitad de la duna hasta un vergel de plástico en medio de un vertedero de la gran ciudad. La sociedad de las cabras responde a una silenciosa democracia, más bien, una asamblea disparatada de opiniones vertidas al respetable con igual vehemencia: placer, dolor, acuerdo, desacuerdo; siempre se articula igual en el limitado aparato fonador de las cabras.
 

domingo, 11 de septiembre de 2016

DE PROFUNDIS

Vuelva el labio a donde el límite;
a donde lo dejamos.

Me concedes níspero nombre cabal
para formular el calor que brota
de tu pecho pálido;


a donde la voz no se aclara;
a donde en lo oscuro se hunde
la piel, al roce de la anémona

que emerge en la raíz de la ola;
a donde espasma toda la creación:
donde único ser mar es ahora.

jueves, 8 de septiembre de 2016

SILENCIO

Callada.
Estate callada.

Cógeme el mar por la punta de la espuma.
Tápame.

Méceme.
Como a una gaviota ciega.

LA ARENA

Creo en la arena.

Hace amanecer desiertos,
planta cabras de alargada sombra.

Teje el cuerpo incansable
de la duna,
el verbo cenital del sol.

Creo en la arena.
No le tengo fe.

La fe es para los desvalidos.
La arena para los que crecen.

KYNÓS

Eso que crepita
no es ascua al secarse.

Trata de un hombre desnudo
sin modelar, no el adonis.

Huesudo saco de ratones,
esqueleto béseo.

Saliva oscura.
Perro. Sal.

ESPACIOESPACIO

Hay distancia en lo breve.
En lo que surge en paz.
Belleza en la cara.
El gesto limítrofe entre
yo y el camastro.

Treparte es casarse
con la altura.
Iniciar vocación de vuelo.
Pajarería crucial para vencer
la calma que me atenaza.

Tres siguen siendo los tigres
hambrientos.

Uno sólo
el que te comerá.

HUÍ

Huí.
Limpio, trepidante a la zaga de la aurora.
Me dejé caer, ver, dormir
en la mano blanca que me hizo
fuente y raíz de tu caricia mansa.

Largué
lo que quise por esa boca
de pez que moría
y me senté a esperar
lo que nadie me enseñó.

Ahora
todo es pueblo.
Un cocido común,
una marmita brújea:
pestañas de rana.

Es peligro
decir lo que me mana
—en la mano blanca que me hizo—
entre muslos que acaricio
de los bosques.