No pensaba pronunciarme acerca de la devocional manera en que muchos
entusiastas han lamentado la muerte de Fidel Castro. Máxime, porque cada
vez más, el homenaje hacia los ídolos de masas, ya pertenezcan al mundo
del arte, del conocimiento, de la política, de la sociedad, me van
pareciendo con el tiempo un acto de exhibicionismo sentimental que en
poco o nada remite a la verdadera dimensión de compromiso real que esos
personajes homenajeados tuvieron con respecto a quien los homenajea.
No
me caía bien Fidel Castro, me parecía un personaje ciertamente
siniestro. No por una cuestión de ideología, pues siempre he sido
militante de la simplicidad y la sensatez, del respeto y la concordia,
de lo que la naturaleza humana puede dar y no arrebatar, sin adscribirme
a pies juntillas, ni a renglón estricto a una confesión o fe
determinada. Fidel Castro, desde la simpleza y la sensatez, era tan
dictador y tirano como lo fueron Mao, Stalin, Pol Pot, Ceaușescu, Kim Il
Sung, Hitler, Mussolini, Batista, Pinochet, Videla, Stroessner, Franco o
Salazar. Personajes que en su fuero interno lo único que demostraron
fue una absoluta devoción por el poder. Por su poder. Por la enorme
lascivia del poder exterminador de los otros. Che Guevara, esa figura
pop que tantos recuerdan por la famosa foto, demasiado positivada, mató
personas, del mismo modo que él también fue matado, o quitado de en
medio, por su fiel "compañero" Fidel Castro. La contradicción es
perdonable hasta cierto punto, sólo cuando entra en contacto con la
amable paradoja. En realidad, la contradicción en sí no tiene
importancia, todos lo somos en función de nuestro cambiante y
transitorio estado efímero del ánimo, de nuestras pulsiones ávidas, de
nuestros deseos por satisfacer aquello que creemos merecer por el mero
hecho de hacer algo.
Fidel no creó belleza, no hizo posible una
sociedad, desde su revolución sombría, capaz de independizarse de la
barbarie. Como tampoco lo hemos conseguido aquellos que enarbolamos la
tan raída y espúrea bandera de la "democracia", violada hasta la
extenuación en sus más básicos reductos.
La primera vez que fui a Cuba,
en calidad de turista, es decir, de mantenedor indirecto de un estado de
las cosas, lo que percibí fue miseria. De entre toda aquella miseria,
florecían jardines escuetos, pequeños aromas que en mucha gente se hizo
carne, percibí también la osada picaresca que hacia el turista incauto y
embelesado de lejanos y exóticos ecos desplegaban sin pudor muchos de
los que se decían "revolucionarios", aquellos a los que mejor les dabas
dólares, el mayor chantaje emocional de la historia de la miseria
humana.
La segunda vez, años después, ya venía con otro ojo, con otra
percepción del estado de las cosas y funcionó esa intuición. En mi caso
no hubo ocasión de ningún romanticismo: aquello que vivencié se parecía
más bien poco a una verdadera revolución social. Simplemente por el mero
hecho de que en el contexto humano en que me integré durante unas
semanas sentí enormes cantidades de cariño, pero de un cariño
interesado, de un "sácame de aquí". Las consignas, los eslóganes, no son
más que una forma más de tiranía. Una tiranía que se ancla en lo
profundo de las ideas hasta el punto de modificarlas de tal manera que
al final, lo que resulta de todo ello, es una sensación de velada
manipulación.
Siempre he sido muy combativo con este asunto del
"cubanismo ilustrado", que a lo mejor tiene sus bondades, no lo niego,
pero esa bondad beatífica reside en un ideologismo externo y acomodado,
facilón por costumbrista y recalcitrantemente pobre y ramplón. No vi
revolución alguna en aquellos milicos que vigilaban en las cuadras a los
nativos que se acercaban a hablarnos, no vi revolución alguna en las
pescaderías, escasas de pescado, ni exuberancia en las fruterías,
incluso llegué a percibir recelo, envidia y servilismo, tres de las
facetas humanas más detestables que son correlato de la forzosa y
deprimente humanidad podrida por el puro afán de poder. De poder hablar,
de poder pensar, de poder comer. La verdadera opresión y represión de
la que nos hemos hecho cómplices en este caso, viene dado por lo que
tienes, no por lo que vales. Y eso, en un régimen como el de Cuba, se ha
hecho patente. Dame dinero y serás feliz. Es obsceno pensar que por una
pastilla de jabón o por un paquete de chicles, una colegiala se te
puede abrir de piernas en cualquier esquina, y que eso, encima sea un
reclamo que crea overbooking en los vuelos con destino a la Perla del
Caribe. No hay revolución. No hay nada. Sólo miseria, la que nosotros,
con nuestro modo de percibir las cosas desde nuestro cómodo sillón,
desde nuestros reproductores de CD's que queman a Silvio o a Milanés,
desde nuestro blasismo del ya comiste y ya te vas hemos dado a una
sociedad que se quedó infectada por el pernicioso y vil virus de la
codicia, encarnada en sus líderes a los que hemos mantenido con esa
condescendencia hacia la pobreza institucionalizada de la cual nos hemos
aprovechado para orgasmarnos en nuestras tertulias libertarias, de
culturetas de a pie, sin tan siquiera pensar por un momento qué cojones
hacíamos en aquel lugar, ni qué cojones tuvimos de intervenir. Mientras
el zumo de fruta bomba fuera rico, y pudiéramos beber cerveza
internacional, todo estaba bien. Mientras la Bodeguita de En Medio
tuviera superpoblación de rosaditos turistas, todo iba bien; mientras en
el Tropicana los magnates y mangantes rusos esperaran hasta las tantas
para ver si pillaban cacho de una diosa de ébano, que por un par de
pesos meneaba su esqueleto para que en su desvencijada casa se pudiera
comer con un mínimo de decencia.
Pensemos en que la sonrisa no siempre
refleja felicidad. Como la de los delfines de los zoológicos. Ha muerto
un ser humano, pero me pregunto cuánto de humano en el fondo había en
ese ser. Me pregunto cuánto tiempo habrá de pasar para que entendamos de
una buena vez que para que otros sean felices hay quien tiene que
joderse, y mucho. Ojalá que se nos acabe por fin la mirada constante, la
palabra precisa y la sonrisa perfecta.