lunes, 23 de julio de 2018

BÚNKER


Llego al bunker.
Hago lo posible
por entretenerme
antes de entrar.

Lío un cigarrillo,
—hace frío—
me recreo, plomizo,
al pie de la niebla.

La niebla me atraviesa.
Crea escarcha
en el número
que soy dentro

del bunker.
Nadie me protege,
sólo los muros
de una guerra

fríamente calculada;
es un lugar de invierno.
Un reducto desapacible
donde mis pies sufren.

Entro. La puerta giratoria
recuerda a un reloj,
malvado, incitador
hacia la fuga.

Mi cometido es primero
recibir a quienes se van:
es una plantación
de incertidumbres.

Un matadero de maletas,
una cinta transportadora
de pertenencias que se trasladan;
una máquina del tiempo

relativamente eficaz,
siempre hay lugar para la duda.
Pero yo me limito a ser amable.
Una amabilidad uniformada.

Un argumentario de la molestia.
Una justificación de lo incómodo.
Una arenga estúpida, un universo.
Una granja de problemas.

El bunker es hostil, feo,
antihumano. Una cola,
una prioridad, un encararse
con el desencuentro.

Una fugaz muestra
de humanidad.
Un destino, un tráfico
intenso de protestas.

El germen de un motín
es el bunker. Una casa
de caos. Una causa.
Un museo de desconfianza.

Cuando entras en el bunker
ya no hay escapatoria.

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