Entiendo perfectamente el discurso de Podemos, de su líder Pablo
Iglesias y el respaldo que éste está teniendo. Ciertamente puede que den
el campanazo electoral, que la representación política en Europa
(antesala siempre de los futuros electorales nacionales) sea vinculante
en favor de un cambio de prioridades. Y entiendo que la alternativa que
ofrece este partido puede llegar a calar en la opinión pública del mismo
modo que en su momento ocurrió con el PSOE en los tiempos de la mal
llamada Transición.
Sin embargo, creo que Pablo Iglesias en su
discurso dado en Tenerife pasa por alto una cuestión fundamental de una
realidad social endémica y vírica de este país: la falta de conciencia
civil. Él habla de castas políticas y así todos lo podemos percibir de
algún modo, pero una casta se sostiene por la existencia de otras castas para sustentar su presencia y hegemonía sobre las otras. Por lo
tanto, se deduce que su partido no pertenece o no se adscribe a ninguna
cosa parecida a esas castas de las que habla. O por el contrario,
pertenecería a la casta de los indignados (aquellos a los que se ha
despojado de su dignidad). Habla de democracia y en una maniobra, a mi
juicio, más cercana a lo concesivo que a lo didáctico, explica su
etimología: el gobierno del pueblo. Pretende que todos los ciudadanos
estamos capacitados para hacer política, lo cual creo que no es cierto.
No todos los ciudadanos estamos capacitados para hacer política, si
entendemos política, yéndonos a la etimología de la que tanto gusta
Iglesias, por lo relativo a la polis, la ciudad-estado. Y esto ocurre
por el sencillo hecho de la inexistencia de una conciencia civil, que es
la manera en que una sociedad en el ámbito urbano se administra y
desarrolla con el objeto de sustentarse como grupo humano. Esa palabra, a
mi juicio perniciosa, que ya acuñara Zapatero, ciudadanía, como ente
abstracto, lógico en su utilización de quien cosifica a los individuos y
los sublima en el concepto masa elude la posibilidad, de facto, de
una conciencia individual con respecto al modo y los códigos necesarios
para una convivencia sin conflictividad constante. Pues la conciencia
civil pasa por una aceptación y ejercicio de otro concepto más cercano,
el civismo, que es la habilidad competente de los individuos en el
ejercicio de cohabitar con otros individuos en un territorio con cierta
densidad de población, mayor siempre que la que puede encontrarse en un
entorno rural, sin que por ello éste sea excluido del concepto. La
política, remite a una concepción de Estado, el civismo remite a una
conciencia ciudadana. El error, en mi opinión consiste en fusionar estos
dos términos, es decir, en considerar a los individuos-ciudadanos como
agentes activos y comprometidos con su entorno principalmente urbano,
extrapolándolo a una comunidad social virtual que conforma el concepto nación.
La conciencia cívica, que supone —en movimiento
ascendente— una posterior conciencia civil y luego una conciencia
política, se basa en una educación en valores de lo doméstico
(etimológicamente "de la casa de uno)", y por extensión inmediata, de la vecindad. Cierto es que muchas organizaciones ciudadanas constituidas
en asociaciones vecinales, como por ejemplo el caso de El Gamonal
(ejemplo puesto por Iglesias) vertebran muchas de las políticas sociales
relacionadas con el bienestar de los individuos, pero siempre a un
nivel práctico e inmediato de cobertura de necesidades básicas. Quien
haya asistido alguna vez a una junta de vecinos de una comunidad sabrá
que la manera en que éstas se establecen y se desarrollan (a través de
un presidente, es decir, con la asunción de un aparato jerárquico),
normalmente terminan con múltiples desacuerdos, más que con acuerdos que
supongan un bienestar y un pacto tácito de buena convivencia entre
todos los miembros de esa comunidad vecinal. Que los vecinos de un
inmueble apenas se conozcan es síntoma de que no se están haciendo bien
las cosas. Esto es debido a un desinterés y a una indiferencia por lo
que al otro más cercano le pase, en aras de la defensa a ultranza de una independencia y la esgrima de unos derechos que atañen más a lo
privado, a lo hermético.
Para que un partido como Podemos
funcione, se exige de manera ineludible una reflexión individual del
modo en que nos relacionamos con nuestros semejantes más inmediatos; es
decir, plantear una convivencia en la que el espacio de libertad
individual no se vea vulnerada por el exceso de conciencia de libertad
individual del otro. Y todo esto pasa por una educación de esa
conciencia, que no se da y que no se imparte, ya que los colegios,
institutos y universidades han de servir para formar a los individuos
para que resulten eficaces y productivos para las exigencias de la
sociedad en la que viven, y no que los núcleos familiares deleguen
también en esas instituciones educativas la formación en valores básicos
de convivencia más inmediata. Es en las unidades mínimas de sociedad
(familia, cooperativas) donde esos valores han de ser impartidos y no en
las instituciones-guardería que fomentan la competitividad, la
meritocracia y otros perniciosos valores, desajustados, que pretenden
ser el tuétano fundacional de los individuos.
Mientras no nos
formemos en valores básicos de convivencia (desde pareja, por ejemplo,
hasta unidades familiares y luego con nuestros vecinos y resto de
ciudadanos) no será posible que esos ciudadanos ideales de los que habla
Pablo Iglesias hagan política, pues exige despojarse de la conciencia individualista, a menudo confundida con la conciencia individual y de
pertenencia incidental a un grupo social determinado en el que es
necesario adquirir ciertas habilidades de adaptación para poder convivir
y cohabitar sin demasiados conflictos.
La Laguna, 17 de mayo de 2014.