jueves, 15 de diciembre de 2011

ETERNARIO (FRAGMENTO)

A veces vislumbro lejanos destellos sobre la extensa llanura. Grietas que rajan las paredes del cielo; este cielo gris del otro lado. Dicen los centinelas que hay que andar con cuidado en el momento en que los destellos comienzan, pues significa que alguien entra o sale desde o hacia, en la encrucijada sin puntos cardinales, en la raíz de la memoria misma, el deseo ardoroso del olvido y cuántas cosas aún impalpables como esta niebla que ahora se levanta densa y pesada ante mis ojos.

He visto a un niño llorar en la esquina de una calle en el ghetto de Varsovia. Ha sido durante un instante. Todo el mundo corría de aquí para allá, sin saber realmente que dirección tomar; una huida alrededor del miedo. Los soldados corríamos, no quedaba otra. Y al instante, otra ráfaga. Y el oficial escupiendo esas órdenes. He visto a un niño llorar en la esquina de una calle en el ghetto de Varsovia justo cuando le apuntaba con mi automática, a punto de disparar. Por mis lágrimas, dejé de ver a un niño llorar en la esquina de una calle del ghetto de Varsovia. Sólo me acuerdo de mi nombre antes de que el soldado dispare: Darijus. Ahí, en esa oscuridad nos fundimos en el mismo tiempo.

La veo dormir. Sujeta el sueño con un puño, junto a su cabeza, a la altura de los labios. La arena se irá escapando poco a poco, grano a grano para desaparecer finalmente en el aire. Por eso siempre nos cuesta abrir los ojos, por las briznas de sueño que aún flotan; la embriagadora fragancia silenciosa que se va impregnando en cada haz de luz que luego se irá desvaneciendo hasta finalmente morir. Ahora despierta. Ya has estado demasiado tiempo en el otro lado. Hay quien nunca ha regresado. 

lunes, 6 de junio de 2011

MEDITACIONES

meditación I

la tímda ovación de la lluvia
sobre el patio trasero
trae el silencio
hasta este viejo salón vacío
donde mi nombre
esparcido por la sombra
nada dice ya de lo que soy

mientras tanto
el tiempo pasa lentamente
por un túnel largo y estrecho

el agua
siempre el agua

buscándome


meditación II

entre la niebla
se apaga lenta la tarde

desaparecen las calles
tras un velo húmedo y frío
deshilachado

la memoria del sueño
flota sobre mis párpados
con peso leve y mudo

pronto amanecerá la noche
también la calma

siento un estrépito de pájaros
que regresan

a lo lejos






lunes, 2 de mayo de 2011

ETERNARIO (FRAGMENTO)

Corría el año 1325. Yo era apenas un adolescente.

Los mensajeros que llegaban hasta nuestra aldea hablaban de la fundación de una gran ciudad, no lejos de allí y que debíamos marcharnos, pues al fin, la tierra prometida había sido revelada por Huitzilopochtli, el gran dios de nuestro pueblo. Durante la noche, se oyeron cánticos y hubo júbilo, aunque también hubo llanto y lágrimas.

Los sacerdotes habían encontrado el lugar según los designios divinos, una isla en mitad del lago Texcoco. "El lugar de tunos sobre la piedra" la llamaron: Tenochtitlán.

Durante 165 años nuestro pueblo había estado en constante peregrinación desde la antigua Aztlán hasta llegar a las estribaciones del lago en cuyo centro encontraron sobre una piedra un águila devorando una serpiente sobre un nopal. Ése era sin duda el lugar que el dios había designado para su nueva estirpe de grandes hombres: los mexicas.

No tardamos en ponernos en camino; esa misma noche mi padre se encomendó a los dioses e iniciamos una de las travesías más largas y duras que jamás habríamos podido imaginar. Llovía pesadamente. El camino se hacía cada vez más complicado y muchos se quedaban, otros morían, a otros no les vimos más. Durante casi 40 días fuimos guiándonos por las estrellas, vadeando ríos, cenagales, vigilando cada noche no ser el alimento de jaguares y otros animales de la selva; encontrábamos partidas de peregrinos que también lo habían dejado todo y habían volcado sus esperanzas en aquella revelación divina.

Finalmente, extenuados, enfermos muchos de nosotros y, al mismo tiempo, ilusionados asistimos asombrados a la gran magnitud de aquella ciudad que se alzaba imponente ante nuestros ojos. Habíamos llegado. Sólo nos atemorizaba la ferocidad y la determinación de los centinelas que no deseaban intrusos, pero también necesitaban mano de obra para seguir expandiendo y glorificando aquellas piedras. Veíamos a nuestro alrededor jardines flotantes, embarcaciones de todo tipo y grandes construcciones; pirámides, templos, palacios. Comenzamos a andar por el gran puente que nos llevaría a la ciudad; yo nunca había visto tanta gente junta. Tampoco había visto nunca tanta belleza.

Pero aquello terminó. Desapareció. Hace años intenté volver y me encontré en medio de una ciudad que en muy poco se parece a aquel esplendor primero del que fue mi pueblo. La habían devastado, mutilado y acorralado miles de avenidas y edificios de hormigón; los automóviles conferían al ambiente esa pesadez que hacía el aire prácticamente irrespirable. Nada quedó de aquellos jardines, salvo algún pequeño reducto para deleite de turistas; nada quedó ni siquiera de sus ruinas.

En mitad del Zócalo de lo que es hoy México D. F., un lluvioso día de abril de 1982 volvía a cruzar desde el otro lado; ya no pertenecía a aquel lugar. A ningún lugar.




domingo, 1 de mayo de 2011

FLOR CAÍDA DE LA INFANCIA

Anduve solo un tiempo ejerciendo ese oscuro oficio de cuervo sobre las tapias de la ciudad en invierno. Como un centinela silencioso, observaba cualquier movimiento sutil que llamara mi atención; a veces una hoja seca de forma curiosa o el repentino portazo de un postigo azotado por el viento, un adoquín mal puesto, el musgo trepando por el borde de las aceras. Aun en movimiento, permanecía estático, siempre observando. No podía permitirme dejar pasar cualquier instante que surgiera ante mí; era una inercia inexplicable; la poderosa levedad de la naturaleza haciéndose presente.

Aquella mañana, en la amable compañía de una muchacha, aquel presente se ancló por un momento a la silueta de un pasado reciente o remoto. Asistimos en silencio al lugar donde confluían ambas líneas de tiempo; se podría decir que conseguimos identificar una de las puertas que conducen al otro lado. De aquel de donde yo venía a menudo a buscarla. Esto fue lo que encontramos: una flor caída de la infancia que alguien dejara como señuelo para volver; o para nunca más regresar. Tal vez una huida apresurada hacia el pasado o un ansiado viaje hacia el futuro.


LA MESA DEL FONDO

Normalmente está vacía. Tan sólo iluminada por un leve y cálido haz de luz; no suele ser del gusto de los clientes: tan apartada, tan a trasmano. Hay quien dice que nadie se puede sentar ahí; que está permanentemente reservada.

Alguna vez, cuando la estancia no está muy concurrida, aparece. Figura desgarbada en tono gris, aire distraído y sereno al tiempo. Cuaderno en mano, a veces algún libro; otras, nada. Se inclina sobre el papel; lee, escribe.

Luego, cuando considera que el tiempo ha llegado a su término, recoge y se marcha con la misma serena parsimonia que le trajo a este lugar. La mesa del fondo queda nuevamente en la penumbra a la espera de una nueva visita.

Es la mesa del fondo. Nadie puede sentarse ahí.