jueves, 20 de marzo de 2014

LA TUNDRA

Confieso que he seguido tu rastro. Tu olor entre el frío, guiándome en la tundra.

Frente a mi guarida, agucé el olfato que no te vio más. Permanecí escrutando el aire, a ver si te olía. Y sí.

Pero tu olor estaba en mí y no en el rastro del aire frío, salvaje.

Me seguí desde tu olor, instalado en mi hocico, mi hocico de ti. Y llegué hasta el lugar donde los lobeznos duermen.

Y aún tu olor, en el viento, delatándote ante mí, confundiendo nuestro instinto.

Confieso que he seguido tu rastro. Tu olor entre el frío.

Te busco en mi guarida, a oscuras; compruebo que no estás salvo tu olor, limpio, certero, aún palpitante en las paredes, danzando frente a mí.

Los lobeznos duermen.

Fuera,
la tundra.

lunes, 10 de marzo de 2014

domingo, 9 de marzo de 2014

RITOS PERSONALES

Tengo por costumbre invocar verbos que llueven.
Verbos que se estremecen de qué. Que perecen de repente, de un solo tajo, de raíz. 

Verbos que nos nombran al amanecer para acordarse de nosotros con nosotros, abriéndonos el apetito a golpe de manzana, la prohibición más absurda del  hambre, la dentellada todavía parda en la herida ácida, el jugo amarillento con que sangran los lunes.

Tengo por hábito a un monje que recolecta peras en un bosque de olmos, que es capaz de reírse sin equivocarse en ninguna ocasión, que canta águilas bailando entre peñascos, sin otro motivo que adentrarse en los difíciles dominios del poder de la cabra.

Dominios que hienden el portal de la desidia al regresar, atenazado por la costumbre insana de volver, de iniciar de nuevo el quehacer del uroboros.

Tengo por fracaso despertar si no es por algo. Levantarme de los pies y con dos dedos conducirme a la bañera, ataúd de tantos desaseados, y ducharme mientras me lo hago con la prisa.

Dedos que se alarman de buena mañana si no chasquean el milagroso mecanismo de los fósforos, si no hubiera pan, o balas.

Tengo por favor
La desganada paciencia del desengaño, el color que desemboca en la espera, esa despensa del tiempo y la estupidez, acuerdos delirantes con la enfermedad, encrucijadas que no me salen.

Tengo por qué.

SAUDADE

Sólo un resto de sombra, adherido a la sílaba, untada sobre la piel de la mesa sucia; detrás de la puerta de la casa, alguien que tirita al fondo,  donde la espalda, escaleras abajo del frío, gime desvalida bajo un sordo tintineo de muebles que crujen, retorciéndose en el vientre.

Escuálido, reseco, quebradizo, el reloj se arrastra por la pared con la osada lentitud del tiempo. Se agazapa bajo las patas de las moscas moribundas, presas del desespero en un ventanal, y del miedo en el que se agitan sus alas.

Es decir, no exactamente la denigrante sucesión de lugares comunes, con sus gestos comunes y sus zonas, también comunes, agarrándose al paisaje sin días. Tampoco la falsa molestia del humilde, al decirse a tiros las verdades de su nombre, al borde del brocal de la cama, de rodillas ante el hombre que en sí mismo ostenta.

No exactamente el gélido fulgor de cada reflejo que el nácar arranca de la esfera de los ojos en punta, como proa de felino, husmeante al percibir la alerta,  al filo atento de los grillos: detenido sobre la hoja de la navaja, honrando a los centinelas que le precedieron y a los que serán.

Tal vez, la saudade, no sea más que el punto exacto del puente sobre el cual te invade un pavoroso temblor de venirse todo abajo de ti, la suspensión en la catástrofe cotidiana, la súbita noción del espacio perdido, y del tiempo anhelado que ya no sigue contigo el fatigoso deambular entre imposturas.

El sueño de un adoquín bajo el fervor húmedo del rocío, mientras, contadas, las sombras de nuevo reaparecen, y uno, a pesar de la redondez de ese vocablo que le persigue, sigue sin hallarle el rincón donde correr a esconderse de ellas.