jueves, 28 de mayo de 2020

LASTRE

Ahora sólo me quedan preguntas. Como único equipaje para el camino incierto —en realidad todo camino parece ser una invitación, una certeza de incertidumbre— voy cargando una talega de interrogantes que se antoja ya insoportable. El trayecto recorrido, con todos sus matices de color, textura, hitos, no representa más que una fotografía en caliente de una fría realidad detenida con aspecto de cadáver reciente, fresco aunque inexpresivo. Transito por la colección inmensa de recuerdos, vivencias, objetos, tesoros privados, habitaciones secretas donde mi mente se refugia de mí: donde dejo de ser ése por cuyo aspecto se me conoce —puede que así haya sido siempre—; donde cada vez me alcanza menos la vista, pues ya veo menos a distancia, y sin embargo me cuesta enfocar lo que se me aparece delante. Se me va arrugando la vida como una ciruela, lenta y seca, por eso desconfío de toda sombra.

No me queda otra cosa que lo desconocido, lo cual no quiere decir que me enfrente a ello con entusiasmo, con cierta ilusión. No. Lo desconocido me confronta, me saca de mi casilla inicial y me obliga a avanzar, sin destino, sin rumbo, sólo dependiendo de la cifra que arrojen los dados. Pero avanzar no implica ir hacia adelante. Es sólo un movimiento, de un lado a otro, de un escenario a otro donde cada vez se representa una nueva escena que es siempre la misma: deambular. Lo único que cambia es el decorado: un resquicio de grieta por el que colarme y pernoctar hasta que pase el tiempo que tenga que pasar. Nunca me he llevado bien con el tiempo. En cambio sí que me he conformado con los lugares: esa vocación de vivir en un cuadro, donde nada y todo sucede en silencio, sin que nadie diga nada. No sé si es momento de soltar lastre. No sé cómo será ser más ligero. No pensar, no tener, no querer, no desear: convertirme en un trozo de madera. 

Ya únicamente creo en lo que se mueve; en lo que tiene capacidad de trasladarse, aunque yo permanezca, inerte, asistiendo a esa secuencia de imágenes que se agolpan unas tras las otras, sin orden. Sospecho de toda idea, de todo ídolo, ya sin nada que decir, sin el músculo vivo, sin la forma, sin la manera. Sólo me quedan las preguntas, como digo, y desde ahí  procuro continuar estando, en continuo compás de espera antes de entrar al hecho de cualquier sonido. Ni siquiera sé si el amor es algo, si la muerte es nada, si la lluvia es de verdad o es un salvoconducto para huir a cualquier pírdula. Ni siquiera sé si hay pírdula. Pero hasta entonces sí que habrá pasos, infinitos pasos que conduzcan mi cuerpo hasta una costa, por ejemplo, donde no distinga horizontes a lo lejos —¿ya dije que veo mal de lejos?— que alberguen cualquier cosa que pueda conocerse. No soy capaz de distinguir: todo es una mezcla, una maraña, un sentido sin sentido, sin dirección, sin intención. Sin intensidad.

Temo detenerme para siempre y echar raíces que germinen hasta una eventual floración, como de orquídea. Como también temo elevarme demasiado, alcanzar una altura irreversible que me haga superar el vértigo de la caída y confiarme en el vuelo, o en la flotación. En realidad lo que más temo es la caída, el hundimiento. También temo el silencio, todo silencio que sea mío.