lunes, 26 de febrero de 2018

POEMA URGENTE PARA "LA CARBONERÍA"

¿A dónde te llevan?

Se te ha puesto de repente
una cara de abandono,
de prisión... de piano solo.

¿Qué van a hacer tus sillas,
la mesa, la tarima?

¿Qué van a hacer en silencio?

No saben callar.
No saben sino decir:
"más madera, más madera".

Ahora buscan dejarte el rescoldo,
en ascuas,
como un pueblo que en la noche,
sudando el fin de la verbena.

¿A dónde te llevan?

¿Qué orfandad es esta?

Donde ellos no ven,
nosotros oímos, escuchamos;

tenemos un verbo más que ellos,
una palabra siempre que colocar
en la mejor rendija, arrullándose
en la resina de las vigas;

tenemos el combustible,
la fumata negra que hoy
anuncia no haber papa
se alimenta de nuestra voz.

TODOS LOS POEMAS

Todos los poemas
son frágiles.

Se arman
con un único propósito:
sacar muelas,
subirse a los caballitos,
atracar bancos,
muelles,
asaltar cunas
de todas las civilizaciones.

PAIRO

El súbito conocimiento de las cosas que se alejan en enjambres abismales por sobre una última caricia en el aire, al amparo amarillento de la música solar que irrumpe en la estancia con lenta orientación.

El repentino escape del calor por la rendija difusa pintada en mi nuca con rumor de sombras, pájaros; niños chapoteando en la piscina blanda de la tarde.

Así es mi nombre ahora, cuando menos he de saberme aconteciendo.

sábado, 17 de febrero de 2018

CARNAVAL DASWANI

A 2,50€ el perrito en el carro de Doña Paca, Carnaval Daswani, de profesión hambriento, sorteó la multitud a dentelladas, mordiendo a quien se encontraba a su paso.
Tras la barra metálica, alta, pegajosa (lamparones de ketchup mediante y derramamiento de caña en vaso plástico), Doña Paca preguntó: "¿Qué era?"

Carnaval Daswani, inyectados sus ojos en ansia, dijo: "Un perrito, por favor." "¿Con todo?" —respondió preguntando Doña Paca. "Sí, con todo lo que pueda." —respondió, babeando, Carnaval. "¿Cebolla frita?" "¡Sí, sí, cebolla frita!" (Daswani). "¿Para llevar o para comer aquí?" (Doña Paca). "¡Para comer, simplemente!" (Daswani, sangre en sus labios por las dentelladas del abrirse paso). "¿De beber?" (Doña Paca). "Nada" (Carnaval). "¿Te pongo mayonesa?" (Doña Paca). "¡Ponme un puto perrito, coño!" (Daswani, desencajado). "Mira, a mí no me hables así que llevo doce horas trabajando, ¿sabes?" (Doña Paca, volviéndose con sonoro desdén hacia donde colgaban las bolsas blancas de plástico).

Doña Paca, con gesto automático, sus gafas llenas de vapor al abrir la cámara donde estaban las salchichas, junto a la del pan Bimbo para perritos, dispuso la salchicha con las pinzas, cogió el bote de ketchup, lo apretó, pero no salía ketchup. Un "pffff-pfff", pero no salía ketchup. Lo intentó, con un enérgico movimiento de abajo hacia arriba y de arriba hacia abajo, pero no, no salía ketchup. Carnaval Daswani, comenzaba a ponerse nervioso. "Mari, ¿hay ketchup?" (Preguntó Doña Paca a su empleada, Mari, de profesión adolescente obesa, de aire pánfilo). "Espere que busco" (Mari). Se agachó con esfuerzo abriendo y cerrando portezuelas de las cámaras, con turbio frenesí —era consciente, no se sabe por qué, de la tensión— Tardó Mari. Tardó lo suficiente como para encontrarse de repente a Doña Paca, en el suelo metálico del carro siendo atacada por Carnaval Daswani, quien, en impulso horrible, abalanzándose no se sabe cómo, sorteada la barra correosa, sobre Doña Paca, mordía con furia su yugular. Los chingos de sangre caían a intervalos palpitantes sobre la salchicha, entre los dos panes que Doña Paca sostenía en la mano izquierda, en el suelo, repito. Mari, espantada, la pobre, ante tal escena, reaccionando con violenta histeria, clavó varias veces en la espalda de Carnaval Daswani la pinza de coger los perritos, por instinto casi, pues veía cómo Daswani se disponía, cual monstruo hambriento, a abalanzarse también sobre ella, sobre su vientre. Como quien picara hielo, Mari, acordándose de las primeras escenas de Instinto básico (su película favorita), descargó todo su temor sobre la espalda de Carnaval Daswani; la pinza se dobló, pues en su tránsito hacia la buscada muerte del monstruo, debió de encontrarse con la musculatura, bien curtida en gimnasio del hambriento, pero aún así, consiguió matarlo.

Yónatan, yerno de Doña Paca y marido de Mari, encargado de servir las bebidas, vio a su suegra desangrándose bajo el corpulento cadáver de Carnaval Daswani y preguntó, también en shock: "¿Mari, qué pasó, muchacha?" Mari en el suelo, balbuciendo cosas ininteligibles, de repente, comenzó a seguir la música, aturdida y pronunció, cantando, en total desafinado: "Mayonesa" que sonaba a voz en grito por los altavoces del carro de Doña Paca, al cual se aproximaba la policía y los miembros de Protección Civil que, visto el cuadro, nada pudieron hacer por salvar la vida de Doña Paca, muerta ya, sobre el suelo metálico, entre la nevera y las cámaras calientes de los panes de perrito de Bimbo.

A 2,50€ que estaban los perritos.

KAMCHATKA DA SILVA

Sus compañeras de trabajo no pueden decir de ella que sea una mujer agraciada —perverso eufemismo, odioso, por otra parte, para decir que una persona goza de un elevado estado de fealdad en su aspecto canónico—. Kamchatka Da Silva es una mujer fea, objetivamente. Escandaliza a cualquiera que sea víctima irredenta de la contaminación icónica de eso que alguien viniera a decir —en su perversidad moral— belleza. Desde su propio nombre, el cual evita pronunciar en circunstancias inusuales, cuando consigue que algún hombre se fije de manera fortuita, podríamos decir, apelando al salvador eufemismo, que Kamchatka es una mujer insólitamente bella.

Kamchatka Da Silva se gana la vida como ascensorista en un hotel de São Paulo. Sin embargo, sus más devotos admiradores, que los tiene, no se vayan a creer, entre los habituales clientes de renombre del hotel —un prédio horroroso donde se citan para venderse el aire empresarios de alto standing que vienen a hacer negocios a la ciudad— detectan en Kamchatka una cierta sombra de sospecha. Suscita, no sólo su presencia, sino su aspecto objetivo, esa especulación que recae sobre las personas feas de poseer una vida interior intensa, por una cuestión de mera compensación natural, o de justicia divina.

En el hotel donde trabaja, el equipo de ascensoristas está formado por mujeres. Kamchatka es la más antigua. Desde que llegó hace unos veinte años, procedente de no se sabe muy bien qué parte del Mato Grosso, Kamchatka, de entrada mostró ante sus superiores una cierta predisposición a la eficacia y a la eficiencia —no es lo mismo— para llevar de un piso a otro a los inquilinos u ocasionales visitantes que tenían la fortuna de ser ascendidos o descendidos por ella en el ascensor del hotel. Muchos procuran reservar habitaciones en los pisos altos para ser conducidos a estos por Kamchatka, quien, en el transcurso del ascenso a los cielos, les brinda un discreto y hermoso concierto de canturreo, con una melodiosa voz, impropia de una fealdad tal. A menudo, el canturreo como forma de entretenimiento transitorio, representa en Kamchatka la totalidad de su ser. No olvidemos que es bella, dentro de su fealdad aparente. Y por eso, todas la respetan, con reverencia, como si Kamchatka fuera una diosa de la ascensión. Una mujer que decide desde el primer momento cómo pulsar el botón que llevará a ese bronceado ejecutivo local hacia el piso donde ha de realizar sus negocios, de diversa índole: ocultos, espúreos o castos como el trigo.

Kamchatka fue directora de orquesta antes de dedicarse a tan prosaica ocupación. Pero no de cualquier orquesta, no. De la Orquesta Nacional del Brasil. En cierta ocasión, un reconocido arquitecto brasileño, Oscar Niemeyer, creador de Brasilia, tuvo la oportunidad de ser elevado a la planta decimoquinta del hotel por Kamchatka Da Silva. Quince pisos dan para mucho, o también para bien poco. Pero con Kamchatka es inevitable sentir que ese ascenso es especial, sublime.

Entre los pisos cinco y seis, Kamchatka comenzó a canturrear algo ininteligible, parecía tan disonante como una pieza de Bartók, o de Stravinski. Sin embargo, Niemeyer, entre el piso ocho y nueve, en respetuoso silencio —era un hombre muy apuesto, el arquitecto— identificó entre el fraseo casi inocente de la ascensorista una vieja nana que su tata le cantaba antes de irse a dormir. La tata de Niemeyer era del Mato Grosso, de etnia yoruba, y aquella nana lejos de inspirarle el sopor de la cantinela monocorde que provoca el sueño, activó en él un recuerdo de nostalgia que se fundió con el fulgor del recuerdo de palmeras y el profundo olor de la selva, el detonador de una inspiradora concatenación de pasiones pequeñas que, entre el piso diez y once, le hizo estallar en éxtasis al punto de solicitar a Kamchatka, con sobria discreción, pulsara el botón de parada hacia el ascenso. Kamchatka, de espaldas, obedeció, a lo que Niemeyer correspondió con un suspiro que derivó en un apasionado beso en los labios de quien ahora consagraba aquella su petición latente. Durante unos segundos, no llegando al minuto, Niemeyer y Kamchatka se besaron en el ascensor, entre las plantas diez y once—mediaba un bloque de hormigón entre ambos pisos, como un bunker— en absoluto silencio. Recompuestos, Niemeyer otorgó el poder a Kamchatka, que volvió a pulsar el botón hasta el piso quince, de hablarle, en la brevedad del lapso que media entre la tierra y el cielo, en paladeo voluptuoso de la carne que se encuentra al margen de toda razón.

Kamchatka le dijo: "Usted inspira música para mecer almas". Niemeyer, ya en el piso quince, abierta la puerta de rejilla, como una media sobre una pierna exuberante, concedió a Kamchatka el reconocimiento de su bella fealdad, canturreando, con torpeza, la eufórica arrancada del Choro Nº 1 de Heitor Villa Lobos. "Música que alguien como usted sólo podría mover desde este hermoso silencio".

Fue hace muchos años. Kamchatka sigue siendo una anciana fea, pero con hechuras de bellos sones. Exuberante en la delgadez del cuerpo que mece junto a la ventana de su pequeño piso de São Paulo. Recordando a Niemeyer, canturrea los primeros compases del Choro Nº1. Una lágrima caliente se desliza por sus entrañas hacia el silencio de esta tarde calurosa, cuando de pronto, en la televisión, se anuncia la muerte, a los 104 años, del arquitecto que la besó como quien inventa una avenida entre los pisos diez y once de un hotel de São Paulo, donde el arquitecto se habría de citar con otra señorita.

sábado, 10 de febrero de 2018

MEDUSA MARTÍNEZ

Bajó del autobús (sí, digo autobús, porque guagua no lo entiende todo el mundo, y puestos a petrificar, prefirió utilizar un nombre común, lejos de hacer exótico, por localista o dialectal, una palabra que arremete contra un discurso diferente, porque a Medusa le suena mejor autobús que guagua, porque Medusa es de Soria y no de Jinámar. "¡Goda gedionda!" le decían, por utilizar el autobús y no la guagua. Porque en boca de una goda, guagua suena mal, en realidad, suena como algo que no es de ningún sitio, o como cuando oye a sus coterráneos y coterráneas —por aquello de la paridad y el sexismo de la lengua, lengua madre, pues no hay lengua padre, eso sí que sería sexista, no?— decir a los nativos "¿A ver, habla?" —estaba harta de escuchar esa odiosa orden colona que a los que aquí llaman godos espetan para su propio regocijo— con ese tonito, ese "rintintín" —se dice retintín, estúpido, estúpida— humillante, casi de abusón, abusona, de bullying transnacional que...) y después, con su mirada helénica, petrificó, sin saber por qué, a todos los parroquianos y parroquianas —otra vez la puta paridad que extiende hasta extenuar y artificializa el texto, o lo texto, para no incurrir una vez más en...— y campó a sus anchas, Medusa Martínez, petrificando todo a su paso, coja ella, todo lo que miraba. Era su sino, su pecado y su gloria: petrificar. Medusa Martínez petrificaba al mirar; su mirada arrojaba piedras a las cabezas, las abría, las reventaba de odio, en silencio, calladita ella, Medusa Martínez, la mítica, la petrificadora de Soria, cuando se bajó del autobús, a la gente, a la ciudad. Por eso, llevaba gafas de sol, de un sol petrificado, una piedra de lava en las pupilas que petrificaba y petrificaba, Medusa Martínez. La petrificadora. La petrificatriz.

miércoles, 7 de febrero de 2018

LA SAÑA

De carne o verdura,
según se sea vegano
o caníbal,
el secreto de la saña
está en el tiempo
que el horno disfruta.


Y Beethoven.

REDNECK

Quiero ser paleto.
Que me digan paleto.
Que me digan que quiero ser paleto.
Yo no sé hablar. No sé escribir
—se me caen las letras de los dedos—,
quiero ser analfabeto,
poseer un diccionario vacío,
correr por la gramática, resbaladiza,
tropezarme con las sílabas,
no saber nada. Ser ignorante. Tonto.


Quiero ser paleto.
Que me digan paleto.
No poderles yo decir nada porque,
les recuerdo, yo no sé hablar,
no sé decir. (A menudo no es lo mismo
hablar que decir, como oír o escuchar,
como ver o mirar, como vivir u olvidar).
No sé llevar chaqueta, yo sólo me la pongo.
No sé nadar, sólo floto mientras braceo.

Quiero ser paleto.
Que me digan paleto.
Cagar caca. Beber bebida.
Comer comida. Matar miedo.
Conversar, no hablar. Morirme,
no matarme.
No sé. Quiero ser paleto.
Y que me digan paleto.
Llorar como un hombre.

Quiero ser paleto.
Asceta del decoro.
Vulgar, miedoso. Tierno,
casto, meticulosamente
tranquilo. Cándido.
Infantil. Rudo. Terco.
Resolverlo todo a cartuchazos.
PUM PUM.
Quiero ser paleto.

I wanna be a redneck.

ANTOLOGÍA DE ALLÍ: RON

Prèb ô jar pán é
Jï si na par tü
Terp ak nel ma jí
Chos tan par tû
Lere noph okh' ar na
Nef sarab tan ü
Jig trep of man kek.

________________
Suele ir el agua
como lo que flota
yendo,
perverso el aroma
y todo ser,
lo que el asco delimita.
Sólo la paz.


(C) Traducción de Jonip Wirip

SURCO SEPÚLVEDA

Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Bombay, a Surco Sepúlveda le estaban esperando. Él no sabía nada; de hecho, el motivo de su viaje no implicaba que alguien pudiera estar esperándole a su llegada. Pero así fue. Con la pasmosa tranquilidad que le caracterizaba, aguardó pacientemente junto a la cinta de equipajes a que saliera su maleta, una Samsonite rígida de color rojo, con dos lazos de color azafrán. Se sintió discretamente aliviado al verla aparecer tras tantas escalas y, como quien se reencuentra con un ser querido después de tanto tiempo la recogió con mimo, la posó en el suelo y extrajo el asa retráctil, dirigiéndose hacia la gran puerta de salida que daba a la amplia sala de llegadas.

Tras la baranda, una multitud diversa se agolpaba en perfecto desorden con mirada ansiosa, como en un baile de jirafas; mujeres con sari, hombres con kurta, turbantes, bindus: un festival de colores, bigotes, pulseras de oro y olor a sudor reseco, curry, pachuli o sándalo, mitigando un penetrante hedor a pies. De entre esa multitud, le llamó la atención un señor alto y delgado, tocado con un turbante naranja y largo bigote, con aire distinguido, que sujetaba un cartel hecho de una solapa de caja de cartón con su nombre escrito en rotulador grueso y esmerada caligrafía de molde.
Surco Sepúlveda se acercó al hombre, quien en un rápido y elegante movimiento situó el cartel bajo su brazo izquierdo, permitiéndole juntar frente al pecho las palmas de las manos en señal de saludo: "Namaskar! Surco-ji!" Surco respondió al saludo con la debida cortesía hindú, con gran asombro y cierta inquietud por tan inesperado recibimiento. Tras sortear la baranda, el hombre, haciéndose paso con denodada habilidad entre la multitud, se aproximó, indicándole con un gesto que le siguiera. Aún no supo Surco Sepúlveda con qué destreza el hombre se hizo cargo de la maleta y le condujo hacia el exterior de la terminal.

En un instante, se vio sentado en el asiento de atrás de un confortable Rolls-Royce de color crema. El hombre se subió delante, a la derecha, en el asiento del conductor, arrancó y se abrió paso entre el caudal caótico del tráfico. Surco, aún aturdido por la insólita situación, resolvió relajarse, a pesar del incipiente nerviosismo que le causaba el bullicio que se desplegaba en la avenida, el estridente ruido de los cláxones, entre frenadas, volantazos y lo que intuyó improperios de los otros conductores, ante las temerarias maniobras del hombre que ahora le hacía de chófer.

El Rolls-Royce enfiló un puente gigantesco en dirección a las afueras de la gran mole urbana de Bombay. Vio, a su paso, raudo, chabolas y cables, charcos, suciedad y mendigos, yoguis, niños que corrían junto a los microbuses atestados vendiendo o pidiendo, carteles desconchados con los rostros de actores y actrices de películas colgados de palacetes en acusado estado de abandono, de colores ocres, pardos y rosados. Finalmente, tomaron por un par de callejuelas hacia un descampado del cual salía un camino de tierra roja con árboles secos a los lados y mujeres sentadas que lavaban ropas junto a las canaletas de aguas residuales.

Surco preguntó en su precario inglés al hombre: ¿Quién es usted? ¿A dónde vamos? Sólo obtuvo silencio. El Rolls, enfiló por una senda un poco más ancha, donde se cruzaban vacas y carros con mercancías variadas, camiones cisterna y rickshaws, jóvenes uniformados que parecían provenir de alguna escuela cercana, de dientes muy blancos y sonrientes. Pronto llegaron a una bifurcación. Entonces el hombre paró el Rolls. Se volvió hacia Surco y le dijo en un inglés fuertemente hinduizado: "Sahib, bienvenido a Bombay. Le estábamos esperando desde hacía mucho tiempo". "¿Cómo que me esperaban? ¿Quién me está esperando? ¿Quiere decirme, por favor, a dónde vamos?" preguntó con agitación. El hombre, tras una breve pausa, contestó: "A Palacio". Y prosiguió la marcha.

Surco Sepúlveda se repantigó con aire resignado en el asiento y se limitó a esperar. Transcurrieron unos veinte minutos hasta que el Rolls-Royce se detuvo ante un hermoso edificio de mármol blanco, arquitectónicamente impecable, de estilo mogol. El hombre salió del coche, se dirigió al portaequipajes, extrajo la maleta de Surco y con exquisitos modales británicos le abrió la puerta mientras permanecía inclinado en actitud servicial. Surco salió. Examinó el lugar: el entorno era bellísimo, exuberante, había un lago preñado de lotos sobre el cual se extendía un escueto puente de piedra que llevaba ante el portón repujado de la entrada del edificio: un palacio, pequeño, pero lo suficientemente grande como para albergar la corte de un Maharajá. Surco había visto en innumerables películas y revistas de National Geographic aquellos palacetes y conocía la existencia de aquellos mundos restringidos y prohibidos que se escondían tras los muros. Imaginó los lujos que en él se albergarían, y con embelesada satisfacción decidió dejarse llevar por los acontecimientos. Sin embargo, nadie les recibió. Fue el propio chófer quien abrió el portón de la entrada.

El palacio estaba vacío. No había muebles, ni odaliscas, no había finos cortinajes, ni músicos, ni sirvientes, menos aún fakires. Tan sólo una inmensa estancia desprovista de ornamentos, sobria, diáfana. Al fondo, una enorme escalinata que supuso conducía al piso superior. Ascendió por los escalones, detrás del traqueteo de las ruedecillas de la Samsonite que el hombre portaba tras de sí, con esfuerzo.

Surco Sepúlveda se vio ante un aljibe lleno de flores de cuyas turbias aguas color de jade surgió de repente un inmenso elefante negro, como de ébano que así le habló: "Al fin me he reencontrado contigo, hijo mío. Es hora de que regreses a tu mundo."

En ese momento, las nubes se abrieron y una pesada lluvia cayó sobre los campos. El elefante rodeó con su trompa a Surco Sepúlveda, asiéndolo fuertemente, y con un brusco movimiento, lo lanzó al cosmos. Fue recogido por un vimana y llevado ante el supremo Ganesha quien le acogió durante incontables yugas hasta que el mundo desapareció en la inmensidad del Universo.

Fue así que Surco Sepúlveda conoció la Eternidad, el cuerpo eterno, pero no se le permitió volver para contarlo.

Esta historia jamás fue escrita porque nunca fue contada. Esta historia que ahora lees no existe, querido lector. No busques explicación, porque ésta está sólo en la raíz del árbol de tu imaginación, extendiéndose por las ramas de lo que no parece ser verdad, florece en lo que se adivina falso. Esta historia no debe ser leída. Jamás. Ahora, es preciso que vuelvas a tu mundo, donde, como aquí, no encontrarás respuestas. Aquí sólo habitan las preguntas. Así que no las busques, pues sólo hallarás desconsuelo, pena, vacío, polvo. Nadie te espera al otro lado de estas palabras. Nada hay aquí para ti. Nada que pueda servirte. Vuelve por donde viniste, si es que alguna vez llegaste hasta este lugar del que no se puede volver.