Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Bombay, a
Surco Sepúlveda le estaban esperando. Él no sabía nada; de hecho, el
motivo de su viaje no implicaba que alguien pudiera estar esperándole a
su llegada. Pero así fue. Con la pasmosa tranquilidad que le
caracterizaba, aguardó pacientemente junto a la cinta de equipajes a que
saliera su maleta, una Samsonite rígida de color rojo, con dos lazos de
color azafrán. Se sintió discretamente aliviado al verla aparecer tras
tantas escalas y, como quien se reencuentra con un ser querido después
de tanto tiempo la recogió con mimo, la posó en el suelo y extrajo el
asa retráctil, dirigiéndose hacia la gran puerta de salida que daba a la
amplia sala de llegadas.
Tras la baranda, una multitud diversa
se agolpaba en perfecto desorden con mirada ansiosa, como en un baile de
jirafas; mujeres con sari, hombres con kurta, turbantes, bindus: un
festival de colores, bigotes, pulseras de oro y olor a sudor reseco,
curry, pachuli o sándalo, mitigando un penetrante hedor a pies. De entre
esa multitud, le llamó la atención un señor alto y delgado, tocado con
un turbante naranja y largo bigote, con aire distinguido, que sujetaba
un cartel hecho de una solapa de caja de cartón con su nombre escrito en
rotulador grueso y esmerada caligrafía de molde.
Surco
Sepúlveda se acercó al hombre, quien en un rápido y elegante movimiento
situó el cartel bajo su brazo izquierdo, permitiéndole juntar frente al
pecho las palmas de las manos en señal de saludo: "Namaskar! Surco-ji!"
Surco respondió al saludo con la debida cortesía hindú, con gran asombro
y cierta inquietud por tan inesperado recibimiento. Tras sortear la
baranda, el hombre, haciéndose paso con denodada habilidad entre la
multitud, se aproximó, indicándole con un gesto que le siguiera. Aún no
supo Surco Sepúlveda con qué destreza el hombre se hizo cargo de la
maleta y le condujo hacia el exterior de la terminal.
En un
instante, se vio sentado en el asiento de atrás de un confortable
Rolls-Royce de color crema. El hombre se subió delante, a la derecha, en
el asiento del conductor, arrancó y se abrió paso entre el caudal
caótico del tráfico. Surco, aún aturdido por la insólita situación,
resolvió relajarse, a pesar del incipiente nerviosismo que le causaba el
bullicio que se desplegaba en la avenida, el estridente ruido de los
cláxones, entre frenadas, volantazos y lo que intuyó improperios de los
otros conductores, ante las temerarias maniobras del hombre que ahora le
hacía de chófer.
El Rolls-Royce enfiló un puente gigantesco en
dirección a las afueras de la gran mole urbana de Bombay. Vio, a su
paso, raudo, chabolas y cables, charcos, suciedad y mendigos, yoguis,
niños que corrían junto a los microbuses atestados vendiendo o pidiendo,
carteles desconchados con los rostros de actores y actrices de
películas colgados de palacetes en acusado estado de abandono, de
colores ocres, pardos y rosados. Finalmente, tomaron por un par de
callejuelas hacia un descampado del cual salía un camino de tierra roja
con árboles secos a los lados y mujeres sentadas que lavaban ropas junto
a las canaletas de aguas residuales.
Surco preguntó en su
precario inglés al hombre: ¿Quién es usted? ¿A dónde vamos? Sólo obtuvo
silencio. El Rolls, enfiló por una senda un poco más ancha, donde se
cruzaban vacas y carros con mercancías variadas, camiones cisterna y
rickshaws, jóvenes uniformados que parecían provenir de alguna escuela
cercana, de dientes muy blancos y sonrientes. Pronto llegaron a una
bifurcación. Entonces el hombre paró el Rolls. Se volvió hacia Surco y
le dijo en un inglés fuertemente hinduizado: "Sahib, bienvenido a
Bombay. Le estábamos esperando desde hacía mucho tiempo". "¿Cómo que me
esperaban? ¿Quién me está esperando? ¿Quiere decirme, por favor, a dónde
vamos?" preguntó con agitación. El hombre, tras una breve pausa,
contestó: "A Palacio". Y prosiguió la marcha.
Surco Sepúlveda se
repantigó con aire resignado en el asiento y se limitó a esperar.
Transcurrieron unos veinte minutos hasta que el Rolls-Royce se detuvo
ante un hermoso edificio de mármol blanco, arquitectónicamente
impecable, de estilo mogol. El hombre salió del coche, se dirigió al
portaequipajes, extrajo la maleta de Surco y con exquisitos modales
británicos le abrió la puerta mientras permanecía inclinado en actitud
servicial. Surco salió. Examinó el lugar: el entorno era bellísimo,
exuberante, había un lago preñado de lotos sobre el cual se extendía un
escueto puente de piedra que llevaba ante el portón repujado de la
entrada del edificio: un palacio, pequeño, pero lo suficientemente
grande como para albergar la corte de un Maharajá. Surco había visto en
innumerables películas y revistas de National Geographic aquellos
palacetes y conocía la existencia de aquellos mundos restringidos y
prohibidos que se escondían tras los muros. Imaginó los lujos que en él
se albergarían, y con embelesada satisfacción decidió dejarse llevar por
los acontecimientos. Sin embargo, nadie les recibió. Fue el propio
chófer quien abrió el portón de la entrada.
El palacio estaba
vacío. No había muebles, ni odaliscas, no había finos cortinajes, ni
músicos, ni sirvientes, menos aún fakires. Tan sólo una inmensa estancia
desprovista de ornamentos, sobria, diáfana. Al fondo, una enorme
escalinata que supuso conducía al piso superior. Ascendió por los
escalones, detrás del traqueteo de las ruedecillas de la Samsonite que
el hombre portaba tras de sí, con esfuerzo.
Surco Sepúlveda se
vio ante un aljibe lleno de flores de cuyas turbias aguas color de jade
surgió de repente un inmenso elefante negro, como de ébano que así le
habló: "Al fin me he reencontrado contigo, hijo mío. Es hora de que
regreses a tu mundo."
En ese momento, las nubes se abrieron y una
pesada lluvia cayó sobre los campos. El elefante rodeó con su trompa a
Surco Sepúlveda, asiéndolo fuertemente, y con un brusco movimiento, lo
lanzó al cosmos. Fue recogido por un vimana y llevado ante el supremo
Ganesha quien le acogió durante incontables yugas hasta que el mundo
desapareció en la inmensidad del Universo.
Fue así que Surco Sepúlveda conoció la Eternidad, el cuerpo eterno, pero no se le permitió volver para contarlo.
Esta historia jamás fue escrita porque nunca fue contada. Esta historia
que ahora lees no existe, querido lector. No busques explicación,
porque ésta está sólo en la raíz del árbol de tu imaginación,
extendiéndose por las ramas de lo que no parece ser verdad, florece en
lo que se adivina falso. Esta historia no debe ser leída. Jamás. Ahora,
es preciso que vuelvas a tu mundo, donde, como aquí, no encontrarás
respuestas. Aquí sólo habitan las preguntas. Así que no las busques,
pues sólo hallarás desconsuelo, pena, vacío, polvo. Nadie te espera al
otro lado de estas palabras. Nada hay aquí para ti. Nada que pueda
servirte. Vuelve por donde viniste, si es que alguna vez llegaste hasta
este lugar del que no se puede volver.