El mismo recorrido cotidiano hacia los lugares habituales me equipara al
francotirador que vigila mis movimientos desde hace días. No sé aún por
qué no ha disparado. Siempre hago el mismo recorrido, en cualquier
momento podría hacerlo. Lo tiene fácil. Tal vez si variara mi rutina. Si
cada día escogiera caminos distintos para llegar a mis lugares
habituales podría tener ocasión de despistarle. Pero variar la rutina
actual supondría un reajuste integral de toda planificada economía
del tiempo anterior, con el trabajo que me dio armarla. Pienso que es
mejor seguir igual que siempre. Quién sabe si se aburrió de verme todos
los días haciendo el mismo recorrido. ¿Podría decirse que ya no le
excito como objetivo? A veces pasa que de tanto pasar por los mismos
sitios se termina uno borrando, o más bien, camuflando entre ángulos
muertos. Puede que haya dejado de verme, y por eso es que siempre sigue
apostado en la azotea del edificio Ringland, aferrado al rifle, con la
pupila dilatada tras la mira telescópica, al otro lado de la avenida
esperando, en vano, que yo aparezca delante de la cruz, mientras espero
el semáforo. Sin embargo, conozco bien los semáforos. Hay ciertos
minutos en que la secuencia de verdes y rojos se sincronizan de tal
manera con mi velocidad y dirección que a menudo puedo recorrer la
ciudad sin dejar de caminar. Es una cuestión de cálculo. Mientras el
francotirador no varíe su rutina me sentiré seguro en la mía, que es,
también, la suya. ¿Quién será el primero en cambiarla?
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