lunes, 23 de julio de 2018

FANTASMA


FANTASMA

Te miro dormir.

El ruido del tráfico,
la luz, por tenue que sea,
te deja dormir.

Te mueves mucho, tanto,
que al despertar, de un humor envidiable,
parece que por la cama
hubiera pasado una estampida de jabalíes:
la sábana liada a los tobillos,
el brazo izquierdo cosquilleando
por haber estado tanto tiempo bajo el pecho,
lamparones de baba vieja en la almohada,
el pijama húmedo de sudor,
el aliento a perros muertos,
restos de pestañas.

Esa deliciosa manía que tienes
de poner el despertador dos horas antes
para ganarte el placer de apagarlo
y remolonear, retozar bajo el edredón,
gimiendo de placer, el cálido placer
de saber el tiempo que te queda por delante.

Sé que a menudo no sueñas.
A veces dices que te despierta el sonido
del timbre. Y que te levantas, y vas,
y abres la puerta o descuelgas el telefonillo,
y no hay nadie. Siempre en lo mejor del sueño,
cuando sueñas. Y no hay nadie.
Es una floración abrupta. Impertinente.

Entonces, ya en pie, vas a orinar.
Aún en estado de sopor te sientas en la taza
y orinas con violencia todo lo que no orinaste:
dichoso embeleso.

Te miras al espejo. Toses ámbar.
Te horrorizas. La liturgia de lavarte la cara,
tres veces, antes de ir a la cocina
y preparar café. Te lías un cigarro y esperas.

Deambulas por la casa sola, pones música.
Te rascas el culo, —erotizante
risrís por debajo del elástico—
te estiras mientras alzas
una especie de llanto o lamento, con los brazos en alto,
un sonido de orgasmo, una danza africana,
y todo tu esqueletito hace crack.
Como si se te recolocara el alma.

Huele a pies.
La ropa ovillada, dispuesta
de cualquier manera sobre el escabel.

Regresas al dormitorio.
Sobre la mesilla, el libro.
El capítulo que se quedó a medias
antes de que el peso del sueño
te dejara en ascuas, y recuperas la historia,
ya en el sofá.

Borbotea el café. Te sirves una taza,
escueta, bien cargada.
Enciendes el cigarro.
Miras por la ventana,
con la tacita en la mano.

Pronuncias pequeñas cosas,
gilipolleces ante el espejo,
gestos, muecas. Podrías dedicarte
a eso, piensas, a doblar películas,
a proferir solemnes discursos,
a conjurar íntimas payasadas.

Pero lo cierto es que ya
has dado de lleno en el día,
los minutos te pellizcan.
Te empujan a la ducha,
esa ducha breve, rápida,
te deshaces de toda miasma.

De modo que vuelves a tu nombre.
A tu ser.
A la vida. Te quitas una legaña.
Te tiras un pedo, bien sonoro,
antesala de un buen tronío,
y terminas el capítulo del libro
que se quedó a medias.

Tiras de la cisterna.
Te lavas los dientes.
Te preparas para la vida.
Y diez pisos más abajo
todo el mundo va
a donde va.

En el paso de peatones
piensas, con alarma
si apagaste el fogón.
Si cerraste la casa
convenientemente.

Ya lo sabrás al volver.

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