lunes, 2 de enero de 2017

YA SON AÑOS

Las madres son las únicas personas capaces de detener nuestro proceso de envejecimiento. Nos miran a través de sus años, de sus 13 años con los que sus madres las dejaron para siempre, detenidas, en esa adulta niñez que ahora nos otorgan, dándoles igual cuántas velas haya que comprar para celebrarlo. A los 31, utilizaron las mismas que a los 13 en nuestra tarta.

A los 40 es imposible llenar el pastel de tanta llama, a riesgo de que la cera se derrita odiosamente sobre su superficie. Por eso buscarán entre las cajas la de nuestros 4 años y sólo comprarán el 0 de cera (o tal vez encuentren en esa misma caja la del 0 de nuestros 10, 20 o 30), para ponerla al lado. A partir de los 13 es cuando se empiezan sólo a soplar dos velas, con su explícita cifra, contundente, llameante sobre el centro de la mesa. Ese es el momento en que dejamos de envejecer: cuando ya sólo soplamos dos velas, dos cifras. Desde ese momento, las velas se guardan con celo para poderse ir combinando entre sí cada 365 días después de ese día.

No se cumplen años. Se cumple con los años. Se cumple el compromiso de mantenernos en nuestros 13, con algún añadido de experiencias propias de edades que no nos corresponden y de las que poco a poco más bien poco o nada aprenderemos. Los años no cumplen con nosotros ni por nosotros, les da igual cumplirnos; es la verdad. También es verdad que nuestro cuerpo adquiere peso con los años; lo adquiere con los hábitos continuados de la propia vida. El simple hábito de seguir viviendo. Cierto es que ya no nos entretenemos con el mismo entusiasmo, ni con las mismas cosas. Ahora se nos supone adultos: eternos adolescentes desmedidos, pavos sin edad: eternos y trágicos.

A mis 13 años me siento como un niño que juega a cumplir 40. Y yo, a esta edad, me limito a cumplir con la vida.

Las madres son las únicas personas capaces de detener nuestro proceso de envejecimiento.

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