Llegar siempre tarde al frío umbral del desencanto. Cuando la fiesta
acabó hace rato. Cuando todos se han marchado a verme llegar tarde,
escondidos tras la maleza. Nadie dice nada. Nadie avisa, y cuando lo
hacen, sólo profieren el reproche, ese "¿lo ves?". Pues no, no lo vi. No
vi más que la luz que me guió hasta ese umbral, ahora frío; hasta ese
umbral donde no hay puerta, ni abierta ni cerrada; hasta ese umbral
donde hay, eso sí, un enorme timbre. Y tocas, y vuelves a tocar.
Pero el timbre no suena. No suena porque no hay más que un umbral, un
marco, un quicio, una sensación de puerta abierta, un ánimo de cruzar
hacia algún lugar donde estaría mejor que antes. Y te dices: iluso. Y te
dices: imbécil. Y te repites: otra vez. Llegar siempre tarde al frío
umbral del desencanto. Y darte cuenta de las pocas ganas que tienes de
darte la vuelta y volver por donde viniste. Todos siguen acechando tus
movimientos, tras la maleza. Esperando a que te vayas para poner la
puerta, para arreglar el timbre, para seguir la fiesta a la que tú no
debías llegar a tiempo. Me adentro en la maleza. Desaparezco.
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