domingo, 22 de enero de 2017

POEMAS, SEXO Y ROCANROL

Para qué engañarles:

Yo empecé a escribir porque quería follar. Yo también fui joven poeta que trataba de ir de Mick Jagger por la vida. Me gustaba —y aún me gusta— exhibirme en esas lides: me siento como una gran estrella del rocanrol cuando recito. Sin embargo, como no follaba, lo seguí intentando, es decir, seguí escribiendo y recitando cada vez mejor en detrimento, claro está, de mis destrezas eróticas. Y así he seguido hasta ahora. Escribo mucho mejor de lo que follo, y también más. Gracias a no follar tanto me he hecho escritor, contra todo pronóstico. Ahora, cuando follo, cosa que pasa muy de tanto en tanto —a menudo también contra todo pronóstico— no me siento como una estrella del rocanrol, pues creo que no he follado en mi vida por lo que he escrito, sino por la persona que soy gracias al tiempo que gané escribiendo y al que perdí queriendo escribir para follar.

Proliferan últimamente por nuestras ciudades cierta cantidad de locales y espacios por los que desfilan gran cantidad de jóvenes, bien curtidos en las redes —o marañas— sociales, que hacen de su verbo y sus versos pretendidamente subversivos —dicen polla, coño, follar cada tres palabras— el instrumento perfecto mediante el cual exhibir sus egos ansiosos de veneración prójima; jóvenes —y no tanto— de una adolescencia programada que dota a nuestras letras de una nueva significación explícita que suponemos realista, confesional y descriptiva, de hazañas vitales y crónicas existenciales basadas en incursiones constantes en el inframundo urbanita. Sientan cátedra desde sus tronos dorados y adorados mediante un lenguaje ultramoderno, acorde con los tiempos críticos que nos toca vivir —a todos—, lanzándose con desmedida audacia y nada desdeñoso atrevimiento a una verborrea insolente, insufrible y a menudo insustancial. Es lo que podríamos llamar, si me lo permiten, postpoesía —es decir, poesía no, lo siguiente—, atados a la engañosa estela de todo lo que bajo el latinajo post encierra y fascina.

No seré yo quien diga qué es y no es poesía, puesto que, como ya dije anteriormente, yo también estuve y he estado ahí en numerosas ocasiones, apoyando nuevas voces, nuevos giros y nuevas maneras de entender este oficio que basa su poder, esencialmente, en la expresión de ideas, sentimientos y, sobre todo, en la búsqueda incondicional de la belleza, desde todos los prismas posibles. No obstante, me parece que esta búsqueda de la belleza, único propósito, elegible libremente, así como los recursos y los instrumentos que la imaginación nos ponga al alcance, con toda la inmensa diversidad de estímulos que la exciten, resulta en la gran mayoría de estos nuevos próceres una suerte de vocación por el mero escándalo superfluo, superficial e inmediato, basando la eficacia y la calidad del mensaje que transmiten en función de la cantidad de megusta que en sus cuentas y perfiles sean capaz de coleccionar, como pokémons, o como en los cromos de mi época vetusta y carca. En definitiva, una persecución exacerbada de un poder mediático y mediatizador de su propio culto a la persona y a la imagen, lejana a cualquier compromiso real con este oficio ancestral y, permítanme que este carca así lo diga, sagrado que es hacer y crear belleza a través del uso cuidadoso y esmerado de la palabra; único bien consustancial a nuestra especie.

De muchos serán conocidos los movimientos artísticos que ampliaron el espectro expresivo y el desarrollo que en el campo del Arte proporcionaron durante todo el siglo anterior la aparición de corrientes contraculturales o incluso antitradicionales como el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo, el feísmo, el futurismo, el postmodernismo y otros tantos ismos. Movimientos todos ellos regeneradores y vigorizantes del lenguaje y la expresión artística, cuya exploración y desarrollo, con mayor o menor fortuna o trascendencia, fueron acometidos, y también —por qué no decirlo— perpetrados estrepitosamente por tantos artistas en pos de una reivindicación sociocultural con arreglo a las circunstancias del momento, con ánimo siempre crítico o hasta evasivo en toda su hondura.

Correlativamente, en otros ámbitos artísticos, quizás más abocados a lo políticamente incorrecto —si es que a estas alturas cualquier cosa política no apesta a incorrección—, tanto el punk, el movimiento hippie, la new-age, y otros muchos, supusieron, desde el punto de vista de la cultura como vehículo de cohesión social —con sus cultivadores y sus perseguidores— una referencia indiscutible a la hora de tomar posiciones y establecer compromisos ideológicos y bases sólidas para la construcción del imaginario, del deseo y de las aspiraciones de las diferentes sociedades en que éstas tuvieron cabida. Bien es cierto que siempre es necesario un revulsivo, un traqueteo en las bases del andamio sobre el que se construye toda la mentira que nos toca confundir hoy con el absolutismo de la Verdad.

Ahora todo es para ya. Si no te ven, si no te exhibes, no existes. Porque ahora, en vez de que la obra sea el objeto de veneración, lo es el autor, o la autora, por encima de lo que pueda suponer en valor artístico el objeto de veneración. La obra se confunde con el autor, es decir, el autor se convierte en marca comercial, en hashtag, en trending-topic, esto es, la personalidad del artífice se construye a través de la obra y viceversa; la obra y el autor son indivisibles puesto que se han convertido en el mismo objeto de consumo. Muerto el perro, se acabó la rabia. Por tanto, a menor virulencia de la rabia, menor la ferocidad del perro. Los poetas exhiben sus tatuajes tribales, sus rayas de tigre, sus pinturas de batalla, mientras que sus palabras sólo sirven al efecto de perpetuar la imagen de quien las proyecta, es decir, todo queda en la epidermis, todo es un trampantojo en la retina. Nada conmueve, sólo pone. Si no pones no follas, si no follas, no eres nadie. Bienvenidos al bucle.

También resulta patético ver cómo muchos viejos y viejas poetas se acercan a estos aquelarres, a estas orgiásticas reuniones con intención de pillar cacho con jovencitos o jovencitas cañeros, plegándose a una protésica expresión afín para no sentirse “fuera de onda”. Lo confieso, yo he merodeado en esas turbiedades, pero les garantizo que nunca se sale indemne. Es más, probablemente sucumbamos al morbo que despliegan estos hipersexualizados autores, como nostalgia de aquellas oscuras fantasías que nunca pudimos conseguir a través de nuestras primigenias y espúreas basurillas lacrimógenas con las que pretendíamos dárnoslas de malditos, porque molaba ir de triste y de destroyer por la vida. El problema reside en que cuando uno desiste, tal vez por pudor, o por decencia; cuando uno se da cuenta de que todo ese meollo no conduce más que al estrepitoso fracaso, es cuando se empieza a vislumbrar la luz al fondo del pasillo.

De entre todas esas voces y autores hay muy pocos que merezcan mi respeto, sobre todo porque, una vez tomado el contacto, cautamente, se revelan como personalidades de un profundo calado artístico que fascina y perturba; comprende uno que sus tiempos no son nuestros tiempos, que la dirección de su verbo no es la nuestra, pero que el fondo comprometido que nace con cada chispazo de otros, en éstos se hace llama constante, una llama que permea todo lo que hacen y son, como autores, como personalidades. Dejan de ser una marca, aunque su aspecto externo nos recuerden los salvajes años del rocanrol, donde todo eran correrías interminables, juergas y jergas, sexo, drogas, rocanrol.

Nunca me resultó admirable lo masivo, sino lo puramente salvaje que en cada ser humano que he conocido ha permitido a mi instinto disfrutar de la íntima belleza carente de inocencia; la belleza basada en el contacto carnal de la palabra; sólo cuando el verbo se hace carne, el ser humano existe. Cuando el ser humano sólo se hace carne sirviéndose del verbo, estamos ante una pornográfica pulsión de consumo irredento e inmediato que caerá en el olvido más desolador. Cuántos de todos ellos lo saben sólo lo dará la franqueza con la que conjuguen en su idioma propio, único, el verbo que remita a la más pura belleza de sus vidas, sin parapetos. Sin la inhibida impostura de los que dicen ser lo que son, sin serlo, pervirtiendo la natural desinhibición de quien se ha comprometido por fin con la belleza.

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