domingo, 21 de junio de 2020

PIEDRA DE JADE

Minotauro llegó hace menos de una hora. Niebla. Salió del aeropuerto, subió al taxi de un señor decapitado y se desprendió del gran sombrero gris que le cubría la mitad de la cara. Nadie grita ya a menos de mil kilómetros alrededor: 
 
—No tengo papel, por eso he escrito las direcciones de los moteles en este jade— y sobre la mano del conductor colocó la piedra, la piedra del tamaño de un corazón de huérfano. 

—¿Se puede fumar en el vehículo?— Su respiración mezclaba cartón desgarrado y cuervo con mar lleno de bahías. La guantera, quizá, estaba repleta de insectos.  
 
—El humo me escuece en las llagas, así que mejor no— respondió la cabeza, que  se bamboleaba de un lado a otro en el asiento de atrás poniéndolo todo perdido. Quién sabe lo que esconden los maleteros.
 
—De acuerdo— dijo Minotauro. El cigarro, entonces, salió de la luna, rodó unos metros y fue directo a la alcantarilla. Un chasquido de caimanes blancos como senos de virgen no tardó en ser oído en toda la ciudad. Era ése el momento para hablar del frío o sospechar de algún criminal llamado Ducasse. 
 
—¿Viene de muy lejos?— inquirió el decapitado con acento gutural e imprevisto. Los cristales del coche, en silencio, reflejaban el cementerio, vaharadas, tos y velocímetros llenos de recuerdos. En el cenicero alguien había sacrificado mariposas. 
 
—Vengo de un sótano (tic tac)

—Pues aquí no hay nada que hacer (intermitente).

—Depende del odio (curva y color anaranjado).
 
Los minotauros siempre tienen estalactitas en la boca.
 
—No, se lo digo yo, que llevo conduciendo más de cuatrocientos años (una calle infestada de cuervos)… 
 
En ese momento, en la última dirección, Ariadna dejaba caer sus tijeras al fondo de la noche, levantaba el rostro de las madejas, se limpiaba las narices con las mangas del jersey y era asaltada por un presentimiento estibado de hienas. Minotauro, después de decir: Este es mi destino, después de poner un pie en el asfalto, después de sacar un fajo de billetes rojos en circulación y, con cierta complicidad, depositarlo en la mano del decapitado, miró la piedra de jade, la apretó con el puño y miró la luz del motel: 
 
—Que tenga buena noche— dijo la cabeza antes de que el cuerpo arrancara.

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Sergio Barreto

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