domingo, 21 de junio de 2020

ÑÁCARA

Andaba sola. Sola. Sólo andaba. Sólo. 



Al parecer a la urbe la tenía como hábitat: fierecilla rubia nunca domada, entre todas tú la oveja más blanca de todas las ovejas negras, quitadora de pecados del mundo, la que nadie llegó a contar, la que no saltará la valla. Nadie contaba con ni de Ñácara.



Vi cómo entraba en la cafetería el día del atraco, pero todo el mundo sabe que ella no fue. Imposible que fuera ella, tan canija que ni para sostener un monedero. Ella no robaba;  en todo caso se la pasaba pidiendo mientras se pellizcaba las pupas secas que encontrara en su piel, extasiada. Hay quien decía que era como una penitente, que algo andaría pagando de antes, que con lo guapa que era, «y con lo joven que es», apostillaba siempre alguien.



Petacho la quería. Pero lo mataron. Vendía bragas y medias, a santo por par, en un puesto de calle Lumbre. Tenía ojo para los negocios. Uno solo; el otro bajo parche. Pero un día lo tangaron, coño. Alguien con mejor ojo y peor corazón que él. En el callejón de la lonja vieja le dieron yerrito, por el atraso de una deuda, se ve.

Ella lo encontró, ahí tirado, parecía, ¡ay, señor!, un niño dormidito después de un cólico. Venía de acercársele a un mandante que la jugó en la plaza. Decidió acortar por el callejón hacia calle Lumbre, y allí bajo el bombillo, se lo encontró. De los gritos que dio se espantaron hasta las ratas. Se trajeron cubos con agua y jabón, para la sangre. Sábanas para amortajarlo, según la costumbre, y esperaron a que viniera la Orden.



Desde entonces, le dicen Ñácara, pues desde entonces se pellizca las pupas que se va haciendo. Se regodea en el rugoso tacto de la pústula seca, horadando con la uña la caspilla hasta que cede y se levanta: entonces alterna yema y uña, para sentir eso que aparentemente se desprende de su piel, pero que es su piel, herida: éxtasis. Desde entonces no habla. Ella no fue la del atraco. Se la llevó la Orden. Allí, dicen, la violaron a cambio de su inocencia, y ella cedió, como la caspilla seca de sus llagas.



Los que mataron a Petacho murieron en el atraco. Pero ella no fue.



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Javier Mérida

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