viernes, 30 de noviembre de 2018

SIN PRINCIPIO. SIN FIN

No quiero saber lo que quiero, todavía no. Si lo hubiera sabido de antemano —que no quiero saber lo que quiero—, me hubiera ahorrado tanta arrogancia, tanta soberbia, tanta falsa seguridad, tantas palabras precisas... No quiero saber lo que siento, ni lo que pienso; no quiero saberlo. Me queda mucha vida por detrás para darme cuenta de que todo lo que quiero no es lo que quiero. No quiero saber lo que quiero, todavía. Tengo derecho a la ignorancia, como también a la inteligencia. No es mi deber ser coherente. Yo no vine a este mundo para complacer a nadie. Ni a mí mismo. Rechazo toda servidumbre: en la gratitud, en el amor, en la amistad, en el odio, en la pobreza. Yo no he venido a servir a nadie, no he venido a servir para algo. No he venido para ser de los demás, para ser una herramienta de felicidad de otros. No he venido para ser feliz ni desdichado. He venido a mutar, a dejar de ser continuamente, a no saber estar, a equivocarme, a deambular por un inmenso berenjenal, a ser molesto, odioso, sublime, ingrato, amable, tierno. He venido a vivir. A no querer saber lo que quiero, todavía. Si aún no sé quién soy, ¿cómo voy a ser tan osado, tan estúpido, como para querer saber lo que quiero? Hay que ser lo suficientemente imbécil como para perder el tiempo pensando en ser alguien ajeno al alguien que ya soy, quienquiera que sea. No quiero saber lo que quiero, todavía. Cuando lo sepa, repúdienme, cobardes.

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