Al alpinista se le congeló el amanecer en la mirada.
Coronó la cima, casi sin aliento; llegó. Lo encontraron con perenne
sonrisa, allí, sentadito, esperando al espíritu salvador de la
montaña. Pero ya era tarde para salvarse. Aquel puntito rojo en las
alturas no era una herida en la montaña, ni una flor. Era el anorak del
alpinista que nunca más volvería a bajar por su propio pie.
Qué osadía descender después de haber ascendido tanto.
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