miércoles, 5 de octubre de 2016

NOS ABURRIMOS

Nos aburrimos. Abrimos la boca
en posición de bostezo para besarnos.
Ponemos la otra mejilla. La culpa.

Esperamos cada cuarto de hora,
sentados al borde del sillón. Un destello.
El mundo esperando por nadie.

Nos aburrimos. Sacamos la mano
por la ventanilla para saludarnos —soberanamente—
para despedirnos con pereza.

Con cetácea languidez nos vamos aburriendo.
Vamos saliendo por el recibidor con las uñas largas,
con los ojos fríos; sin el frescor bien acunado en el rostro.

Nos aburrimos porque no es fácil
—hábil debilidad de cobardicas—:
el tiempo todo lo aburre.

Nos hacemos sangre fuerte a silencios.
Nos damos flojito. Nos ofrecemos mal.
Espiamos la debilidad de otros.

Respiramos hondo, pero haciendo pie,
manoteando frenéticos en la marea baja;
aferrados a un ancla en el tobillo.

Nos aburrimos un día pequeño por la tarde.
Un lugar donde dejar el silencio un rato solo.
Volver a por él, a ver qué ha hecho con nosotros.

No nos bastó
sembrar todo un pinar
con conchas de poniente.

Enterrar la hache en un bello furor,
tan espinoso como el vino viejo.
Hablarnos al pecho, donde todo cabe.

Polinizar charcos. Dejarnos mojar. Vestirnos de mujer.
Salirnos del redil que reseca nuestros labios.
Beber de los cuernos.

No.
Nos aburrimos.
Nos aburrimos del fuego.

Inertes, como en casa de las sombras,
así nos aburrimos,
procreando silencio

y más silencio.
Como si la distancia
se hubiera vuelto clandestina.

Nos prohibimos. Nos hacemos
desaparecer. Aparecemos muertos
en la cuneta a pleno sol

con el corazón por fuera.
Nos aburrimos
en defensa mutua.

A nadie le importa.



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