¿Recuerdan cuando forrábamos los libros del colegio? Nuestros padres
nos decían que era para que durasen todo el curso, que tanto ir y venir
con los libros en la mochila terminaba por estropearlos.
Llevar los libros forrados era quizá incluso antes de las primeras tareas la primera responsabilidad que adquiríamos al comienzo de cada curso escolar. Eso, claro, sin contar el levantarse a las 7 de la mañana para ir al colegio, aprovechando que tus padres van a trabajar y te pueden acercar. Tener el transporte contratado era, a pesar de los desembolsos que le seguían, salvación de los padres que tenían que levantarse aún más temprano, pudiendo encargar la ardua tarea de despertar niños a deshora a la persona que venía a casa a cuidarnos. A todos.
Entonces, las mañanas de este país eran una cadena de acontecimientos implacables, como si se activara el engranaje de un gran y monstruoso mecanismo. Teníamos que ir al colegio, estudiar, aprender para ser personas de provecho. De provecho para ¿quién?
¿Quién de toda aquella maquinaria torturaba cada día a millones de personas aplicándoles el suplicio del despertador? ¿Por qué había que ir a esos sitios a esas horas? ¿A hacer qué? ¿Para quién?
Pero había que llevar los libros forrados. Porque tenían que durar. Y no duraban tanto, al final; porque los objetos se deterioran con rapidez y virulencia o con despaciosa quietud, según el carácter y personalidad de quien los posea. Por la energética de la vida. Por el frenesí de la existencia.
35 años después la maquinaria sigue funcionando cada vez peor, por el deterioro del poseedor.
35 años después me sigue interrumpiendo el sueño cada día el despertador para que ocupe mi lugar en esa maquinaria.
La única diferencia es que ya no tengo que llevar los libros forrados.
Ahora la profilaxis es de alma.
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