lunes, 27 de junio de 2016

27-J: LA MADRE QUE NOS PARIÓ

Prometí a mi madre que esta vez me mantendría sereno con respecto a lo que pasara ayer. Y eso haré. No se rompe la promesa hecha a una madre, y aún menos a una madre de España. Porque quienes realmente manejan con pulquérrima habilidad los hilos de esta, lo diré así, (porque le prometí a mi madre que no diría palabrotas)"pintoresca nación" son las Madres de España (permítanme que lo ponga con mayúsculas), las de "todos los españoles".

Sin embargo, hay en España otras madres, abstractas, conceptuales, sobre las que a menudo tendemos a volcar, bien en hi-fi, bien en privadísimo sotto voce, nuestros más vulgares verbos y pensamientos: las madres de los "otros". A esas es mejor no mentarlas, ni hacerles promesas. No conviene.

Dicho esto, y para dejar a todas nuestras madres en paz, con lo que cuesta en España dejar en paz a alguien, paso a compartir mis impresiones, desde la severidad que respira en la entereza toda crítica sensata.

Comienzo:

Debemos pensar, queridos coterráneos, que España ha sido siempre, desde su Historia escrita, una nación previsible —como ente, ojo—. Por el contrario, el carácter hispánico es fuertemente proclive a la fantasía, al evocador ensueño, al voluptuoso placer del no hacer nada, latino síndrome que exportaran los itálicos: su bravísimo dolce far niente. También es el hispánico un ser noble (cuando quiere), afable, espontáneo, profundo, trascendental, solemne, vulgar, vocinglero, dejado, astuto, codicioso. Pero el hispánico (y es aquí donde interviene el poderoso influjo de la madre española) es sobre todo, y en ocultarlo a cualquier precio se empeña media vida, un miedica.

El miedo es, ha sido y será el verdadero enemigo atávico de este país, como así pudimos comprobar en la jornada electoral de ayer.

Se presentaba el panorama con el épico sorpasso (otra importación itálica tan repentina como mediática) de la formación policéfala, esa hidra de Pablo Iglesias y Alberto Garzón, Unidos Podemos, al mastodóntico PSOE, que a estas alturas del partido sigue manoteando y boqueando, hiperoxigenando, desde la prolongada extenuación de su líder, Pedro Sánchez, el nuevo Cid Campeador de la izquierda. Pues triunfal salió a correr a lomos de Babieca desde los primeros sondeos por el yermo campo de la incertidumbre terminando en indefectible descalabro debido al inesperado, pero como digo, previsible avance de los caudillos moros, perdiéndose así Valencia, Al-Ándalus, bastiones hasta hoy incontestables de esa moderada izquierda cada vez más descolorida (tal vez la corrosión de aquella “cal viva” haya contribuido). Entre medio, un quijotesco Albert Rivera saldaba su paso por la castellana y adusta estepa política con una huida despavorida de simpatizantes que se volvieron por donde habían venido el 20-D como almas que se llevara el diablo.

En toda esta abierta contienda, el gran triunfador, el rey moro Rajoy, con su sonrisita de viejecillo majadero, sujeto aún como puede en esa trama excelentemente urdida de cuya solidez hace siempre gala el Partido Popular, donde se empiezan a afilar sables, o uñas, y a oírse cuchcicheos en los baños de señoras de la sede de Génova (y también en Ferraz), pues igual que en los despachos de los ministerios.

España es un país de extremos, por eso es previsible. Está la extrema derecha, la extrema izquierda y el extremo centro. Está el Real Madrid y el Barça, están la 2 (por nostalgia, sobre todo) y Telecinco, en fin, moros y cristianos, rojos y azules. El término medio en España es el miedo. Y el miedo es lo que polariza, por suponer el extremo un espacio de confort, una atalaya desde donde observar y dominar el terreno de batalla: la observación casi mística del otro, desde esa profundidad étnica nuestra que nos hace solventes cumplidores de los siete pecados capitales, mientras nos persignamos, devotos del miedo, no vaya a ser que Dios nos castigue, o peor aún, que mamá se entere. 

Si alguien ha ganado en realidad estas elecciones han sido las madres, las madres de España: las madres del miedo. Ese miedo fundacional de las madres, esa aparente prudencia de la madre hispana, que no es más que temor, no sé si a Dios, pero sí a lo que representa su déspota dominio, el reverencial temor hispánico a Dios y a las madres. El medievo mal curado que arrastramos como pesada cadena que nos ata sin tregua al pánico. Porque en España resulta más aterradora la certeza de una verdad que la angustiosa incertidumbre. Porque en España se equipara el sufrimiento al sacrificio, se confunde la fe con la verdad, la venganza con la justicia, la violencia con la valentía, la arrogancia con la excelencia. 

Ayer hice la promesa de no volver a ocuparme de la política española, sobre todo porque ya no me preocupa. Porque ya me la sé, porque no espero nada de otros que no sea yo o de quienes comparten en igualdad de inquietud e incertidumbre mi entorno más cercano. Porque hoy 27 de junio tal vez me interese mucho lo que piensen esas otras madres del miedo de mi madre; a mí me preocupa muchísimo más el miedo de mi madre que el de las otras madres que no conozco y cuyas dimensiones del miedo han hecho temer hoy a mi madre por mí. Y eso es lo único que no les perdono a esos hijos y a esas madres; no les voy a dar el fervoroso gusto de mi miedo. Ya no.

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