¿Escribir? Sí, escribir. No escribir por escribir. Escribir
es cribar. Cribar lo inútil. Cribar lo que no hace moverse nada en
quien lee lo que otro u otra escribe. Incluso cribar lo que quien
escribe sabe que no mueve nada, salvo una línea en un currículum para
poder seguir escribiendo sin cribar. Hay quien criba y escribe bien, y
mueve, y te deja pasmado ante un tejido verbal que cobija bien la risa,
bien el llanto, bien la consternación, bien la conmoción, siempre el
asombro. Hay quien escribe para y quien escribe desde. Hay a quien
premian por lo que escribe y no por lo que criba; pero también hay a
quien premian por cribar bien lo que escribe, porque cribar es escribir
desde lo que uno siente que tiene que hacer, porque es lo único que sabe
hacer bien: escribir y cribar.
Luego hay quien escribe sobre lo que otros escriben, no sobre lo que criban, no sobre todo eso que se dejan sin escribir por cribar. Entonces critican un texto como quien critica un vestido, pues al final un texto no es más que un tejido en absoluto participio.
El oficio de escribir es como un oficio de
tejer. Hay quien teje bien, hay quien teje mal, hay, incluso quien
tejemaneja para que escribir sólo sea un deporte, una competición
olímpica del escribir. El resultado: sacarse una "photo-finish" con el
pecho hacia adelante. Hay Carl Lewis que escriben. Ben Johnson (que era
un escritor inglés mucho antes que un corredor de fondo), a pesar de que
ese Ben Johnson que escribía cribaba más que Carl Lewis. Al fin y al
cabo, cien metros lisos no son sólo más que eso, lisos.
Quien
escribe ha de tener la responsabilidad de un sastre, la delicadeza de un
sastre que viste el mundo de tejidos, que criba los tejidos para que el
mejor lo vista quien mejor puede llevarlo, porque se adapta al cuerpo, a
su deformidad, a su imperfección. Hay tejidos de color y tejidos sin
color, chaquetas que nos gustan más y pantalones que nos gustan menos.
Luego engordan, o enflaquecen, según la vida y la complexión física. Hay
quien, como sastre, escribe a la medida exacta del cuerpo que desean
vestir de verbos. Y lo hacen muy bien. Mi ignorancia me hace confesar
que no conozco premios internacionales de sastrería. Un sastre no es un
modista. Un sastre no se ocupa de lo efímero. Un modista sí. Sabe que en
dos años su traje, su vestido será vestido por los maniquíes fríos de
los escaparates de las tiendas.
Los escaparates están llenos de
escritores y escritoras con un nombre, más o menos artístico, más o
menos anodino; pero un nombre al fin y al cabo. Al final buscan eso: su
propio nombre dentro de.
El nombre es lo menos importante de
quien escribe, como un título universitario, como un cuadro. Esto es un cortázar, esto es un darío, esto un auster y aquello un tolstoi.
El sastre marca la tela, con una tiza blanca, dibuja un patrón, lo
corta, con precisión, con calma, con delicadeza. Luego el traje está a
medida, a medida no de quien lo llevará encima, sino a la medida de la
desnudez que debe cubrir. Porque al final el sastre es un asistente del
pudor. Y quien escribe es un asistente del asombro.
Yo escribo
desde el asombro, desde el mío propio. A veces mi asombro, mi
exhibicionista asombro, asombra, no por la sombra, sino por pudor.
Escribo por el pudor que me produce lo que no se dice. Por eso escribo
desde lo que no se dice, trato humildemente de darle voz a lo que nadie
criba. A lo que nadie escribe.
No existe mejor premio literario
que el que no te dan. Luego es un engorro. Entrevistas, reseñas,
críticas, viajes. La tecnología del verbo. El artefacto. El producto.
Nadie premia el proceso, sólo el producto. Y el producto no es más que
el resultado. Sólo se aprecia el proceso a través del resultado final.
Cuando lo que se escribe, aunque cribado, se premia, lo que se premia es
el resultado futuro. El producto que generará ingresos a quien lo haga
visible.
Si no te leen no existes. Es como si no te vistieran.
Como si hablaras y nadie. Pero esa desnuda mudez no interesa. Sólo
interesa el vestido, el traje, el tejido. Lo que pueden ganar contigo.
No lo que puedan perder.
Yo escribo desde el deseo libre de
escribir. Cuando muestro lo que escribo me da pudor, y vértigo. Todas
mis palabras, las que yo elegí para tejer el traje que otros visten, no
se parecen en nada al frío.
A veces me gusta que me digan que mi
texto es bueno, que mueve muebles en su casa-cuerpo-mente. A nadie le
amarga un dulce, obviamente. Pero hay quien es goloso. Y hay quien no.
La palmadita en la espalda, condescendiente; ese horripilante e hipócrita "sigue así" merma cualquier libertad.
Me gusta hacer chaquetas de tres mangas.
Me gusta escribir libre. Escribir libros que nadie leerá. Tejer. No
para nadie, no para nada. Tejer sólo para que el traje que les traje les
quede bien, a la medida de su asombro.
Nadie acude al funeral del poeta desconocido. Nadie le da el pésame a su madre, a su hermano, a su hijo.
La liturgia cabe en un 10% de toda la vida que se deja en el traje el
sastre. El tejedor de asombros. El silencioso escritor difuso, sin
rostro, sin nombre.
Asómbrame y te querré.
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