miércoles, 15 de noviembre de 2017

VOLVER

Decía el tango que, marchita
la frente, plateadas las sienes,
regresar suponía
la redención.


Quizá, en traslúcido bandoneón,
acumulado lamento
de pulmón cuarteado de asfixias
lo que boquea desesperado es rendición.

Rendirse. Rendirse no implica fracaso.
Es más bien causa de relajación
del peso enorme de la vida.
De causar el menor daño

posible al cuerpo que la habita.
Invocar un tránsito de puntillas
por la vereda mansa del ser,
a través de todas sus estancias.

Un álbum cuajado de estrellas,
fotografías, en cuyos ojos,
los protagonistas de lo estático,
revelan ya su último estertor.

Renuevan la cura del presente.
Expectantes. Ávidos de un saber
que les supera en la nostalgia de verse
viéndose retratados, definitivos.

Volver. Volver desde la juventud
hacia la vejez maldita que vocifera
carencias, datadora de hitos.
Horno crematorio de las horas.

Al final el tango siempre es caída.
Pequeña muerte de lo que anuncia
calma, extrema unción de la caricia.
Volver no es persistir. Volver es vivir.

Decía otro tango que vivir es cambiar.
Cambiar el paso, trasplantarse órganos
letales para prolongar la agonía
de la alegre y sencilla existencia.

Volver es, en justo silogismo, cambiar.
Volver. Regresar. Retornar.
Movimiento perpetuo hacia lo que cuesta
abandonar. Hacia lo que destruye.

Enumerar lo perpetuo. Concebir.
Captar la arena entre las sábanas.
Reptar como un jesucristo en el desierto.
En inmensa y aplastante soledad.

Sediento. Ansiar el agua. Saciarse.
Quebrantar lo que de muda tiene
la palabra, el canto. Soportar
la carga que afianza toda huella.

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