martes, 7 de noviembre de 2017

MIS ARMAS

Mis armas no implican apuntar.
No percuten metales ardientes
que destrozan el corazón de las personas.
Mis armas callan cuando oigo los disparos.
Aguardan tras el muro. Silenciosas.
A menudo cobardes, lo confieso.

Mis armas, las palabras, se secan
al sol. Se cubren en la bruma y dibujan
la torpeza audaz de un niño original.
La mala caligrafía de los números
porque nunca supe de cálculo:
porque nunca supe contar de cabeza.


Mis armas las encuentro inofensivas,
deudoras de complicados mecanismos.
Las hallo lejanas. Ni siquiera en mis manos.
Mis armas pertenecen a un ejército
quintaesencial. A una armada metafísica.
A una revolución ideal. Al derrocamiento
de un reinado de lo que es feo. De lo que
a mí me resulta feo. Y sólo digo.
Sólo digo que ¡bang! no es suficiente
para que me pongan héroe en la tumba.
Para que desconocido sea el soldado
amargo que bebe cómodo. Que lee
cosas de otros que no están.

Mis armas cavilan por el pasillo
cómo ser ofensa, siendo palo, piedra
o mano. Sobre todo voz calcada:
eslogan viejo, podrido,
torquemado.
No saben torturar, no saben matar.
Mis armas son gacelas que nombran
el reflejo del ojo del cocodrilo en el arroyo,
tienen miedo.
Hacen caca en los arbustos
mis armas.

Mis armas son requisadas
en cada redada masiva de versos.
No me dejan indefenso.
Me dejan desnudo. Mis armas
son la piel que evito.
La cara amarga, el sol que me nombra
sin saber mi nombre. Sin idioma, sin casa.
Mis armas se casan los sábados
con el combate florido de tus párpados.
Con un sillón donde leo. Con una botella
audaz, rápida. Mis armas no son ni siquiera
veneno. No sé matar a nadie.

No sé matar.

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