Por no llevar billete, el revisor le ordenó cortésmente que se bajara
en la siguiente estación. Sin rechistar, agarró sus bártulos y
descendió del tren en aquella estación en la que no había nadie
esperando por nadie, ni siquiera por un tren. Solo en el andén, se
figuró que aquella estación podría no estar en ningún mapa de la red
ferroviaria; que podría ser una estación de tercera, de esas que jalonan
los trayectos para viajeros que, sorprendidos sin billete, deben
apearse en algún lugar. Llegó a
inquietarle pensar en la frecuencia con que otros trenes se detendrían
por allí o qué tipo de viajeros pudieran bajarse. La estación estaba
cuidada, aunque no parecía haber mucha actividad. Entró en el precioso y
amplio edificio metálico, donde una música sutil proveniente de un
lugar incierto logró apaciguar sus preocupaciones. De una pequeña
oficina situada al otro lado del pabellón, se escuchaba teclear a
máquina. Se aproximó y pudo distinguir a un hombre de uniforme, ya
mayor, sentado ante una vieja máquina de escribir. Parecía no estar
escribiendo nada especialmente, sino que se limitaba a aporrear las
teclas sin ton ni son, a modo de entretenimiento. Hacía una temperatura
muy agradable en el interior de la estación, y la música incierta, como
de violín apagado, contribuía a la agradable atmósfera. De repente, el
oficial de la estación dejó de teclear, mirando fijamente al viajero que
acababa de llegar.
—¿Qué estación es esta, señor?—, le preguntó al oficial, que aún seguía con la mirada fija en él.
—Ninguna en especial, caballero. Esta estación no existe.
—Ninguna en especial, caballero. Esta estación no existe.
El oficial regresó a su informe inexistente, mientras la música de violín se iba apagando cada vez más por debajo del martilleo de la máquina de escribir. El viajero, se sentó en un banco cercano y sacó una manzana del bolso. De repente le había entrado hambre.
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