Molibdeno García encontró en su buzón un aviso de llegada de Correos.
Inusual, por otra parte, puesto que no recordaba haber hecho ningún
pedido. Le pedían un contrarrembolso de 29,86 €. Esa mañana, después de
un pequeño altercado con el casero, el cual le espetó su falta de
educación al no saludarle en el ascensor, con el aviso en la mano, se
dirigió, diligente como siempre en todos los aspectos de su vida —el día
de su Comunión corrigió al joven sacerdote que oficiaba la misa al
saltarse un par de versículos del misal, lo que provocó cierto escándalo
en la parroquia, porque, ya que iba a comulgar, lo suyo era que
comulgara como Dios manda, y no como el joven sacerdote intuyera— hacia
la oficina postal con cierto aspecto desenfadado. Al llegar, hubo de
pulsar un botón para RECOGIDA; el 46 le tocó, después de una anciana que
avasalló a preguntas absurdas a la funcionaria que debía atender a
Molibdeno, anciana a la que, con su papelito del turno, ya arrugado por
la incipiente ansiedad que su pesadez, la de la anciana, le ocasionaba,
interpeló sonoramente con un desagradable improperio. Llamado al orden
por el oficial de seguridad, Molibdeno García se achantó, achacando su
grosería al mal dormir de la noche anterior y al repentino desconcierto
de tener que desembolsar la cantidad de 29,86 € sin saber de qué se
trataba. Pero, diligente, como es natural en su carácter, y no la
grosería, de la cual se arrepintió pidiendo públicas disculpas a los
allí presentes —no al casero, al que detestaba—, al iluminarse su turno,
se abalanzó sobre el mostrador, visiblemente ansioso. La funcionaria de
correos le pidió el aviso correspondiente y desapareció tras la puerta
del almacén, ese lugar misterioso a donde llegan todas las cosas que nos
llegan y que no sabremos cómo se organiza, misterios de la
administración. Pocos segundos después, horas para Molibdeno, pues no
estaba acostumbrado a esperar, apareció de nuevo la funcionaria con un
voluminoso paquete triangular lleno de letras chinas. Desconcertado,
Molibdeno García, dijo a la funcionaria que aquello debía tratarse de un
error, que él no había realizado ningún pedido a ningún sitio, a lo que
la funcionaria respondió con un displicente mohín de funcionaria por
encima de sus horteras gafas de pasta de color crema jaspeada. Entregado
el paquete, Molibdeno pidió un "cutter" para poder comprobar el
misterioso contenido del mismo. Alarma. El oficial de seguridad se
aproximó, y con actitud intimidatoria conminó a Molibdeno a dejar
lentamente el paquete en el suelo con las manos donde él, el oficial de
seguridad, las viera. Así las cosas, obediente, depositó el paquete en
el suelo. Tic tac tic tac, se oía desde el interior del paquete. Alarma.
La oficina fue desalojada y Molibdeno, neutralizado por el oficial de
seguridad, con una llave de Krav Maga —arte marcial israelí—, fue
finalmente reducido. Aislado el perímetro de seguridad, comprobadas las
salidas y que el desalojo de la oficina fuera completo y satisfactorio,
la funcionaria, cutter en mano, abrió el paquete triangular. En su
interior se encontraba un salterio. Entonces Molibdeno recordó. Recordó
que, años antes, una novia suya, con la cual ya no tenía relación, le
prometió un regalo de aniversario. Una flauta. Con sus boquillas y todo,
sueltas en el paquete, origen de aquel tic tac tic tac; una flauta de
madera de cedro, proveniente de China. Capricho de una noche loca en que
ambos, viendo un documental, acurrucados en el sofá de su antiguo piso,
un documental sobre música oriental, china concretamente, suscitó en
Molibdeno el impulso de pedirle a su novia un regalo como ése, como
prueba de amor, lo cual ella cumplió, también diligente. Con amargura,
Molibdeno García recordó el documental, la flauta, a su novia, y
maldijo su estampa —no la de su novia de aquel entonces— por aquel
inusitado episodio que esa mañana, por diligente, no pudo evitar sufrir.
Lo peor iba a ser el bochornoso momento de darse cuenta de que no traía
el dinero justo para pagar el envío. Qué vergüenza.
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