La minuciosidad con la que el cocinero de la penitenciaría preparaba la
comida de los reclusos se vio esa mañana interrumpida por la inesperada
visita de su mujer, visiblemente afectada por algún acontecimiento
reciente que, dado lo inesperado, insisto, de la visita en esas
circunstancias precisas a la cocina de la penitenciaría, provocó gran
enojo en su marido, que es en esta historia el cocinero, como hemos
dicho ya, de la penitenciaría. Por el momento no sabemos cómo pudo la
mujer del cocinero llegar hasta la cocina sin ser detectada por los
guardias, que con férrea y canina dedicación custodian y garantizan la
máxima seguridad de la prisión. Segundo: ¿por qué el cocinero de la
penitenciaría sospechó que algo grave acababa de ocurrir como para que
se permitiese la presencia de su mujer en aquella cocina, recinto
hostil y tan poco apropiado para una mujer? En un acceso de ira
provocado sin duda alguna por la inesperada interrupción que le impidió
en aquel justo instante apartar del fuego las croquetas de espinacas que
los reclusos almorzarían ese día, el cocinero de la penitenciaria se
arañó la cara, gritando como un energúmeno a su mujer, poniéndosele el
rostro demasiado rojo y la vena marcándosele, para acabar con tal
alarido que hizo necesaria la presencia de un médico, el cual no había.
La mujer se desplomó en el pasillo entre la freidora y la mesa auxiliar,
frente a su marido, aún vociferante y fuera de sí, y un incipiente olor
a espinaca quemada. El cocinero de la penitenciaría sufrió un colapso
nervioso viniéndose al suelo, también, junto a su mujer. Nunca sabremos
qué le pasaba a la mujer del cocinero de la penitenciaría. Las croquetas
de espinacas para los reclusos, obviamente, se quemaron.
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