Franco Battiato es uno de los seres humanos que, a través de su
particular y originalísimo modo de ver en el aire lo sonido que somos,
permea en toda la porosidad del repelús mínimamente exigido para ser uno
presa irremediable de la delicadeza, del hacerse envejecer sin
costuras, del sabio relumbrar de los cirios en la estante penumbra, el
recogimiento de la universal fiesta de lo diverso, del profundo amor por
la galaxia. Battiato es la fuga díscola, velocísima
de un tópico a otro, cambiando la marcha a cada silbo del desorden, el
príncipe del bellísimo tuétano del caos, del centro permanente de la
gravedad de las vísceras, en torno a las que su música —el arte de hacer
moverse a las musas—, gravita sobre las corrientes que desde el
firmamento nos refugian de nuevo bajo el mundanal terramen de la
sincera, alegre y espontánea, por imprevisible, sustancia de la belleza.
Alguien que canta tan tiernamente al abismo, al rostro feo de lo que nos queda, no puede ser mala persona.
Este señor es un proscrito; un proscrito de la especie mundana.
Este señor es lo mínimo a lo que no se debería aspirar.
Por eso, le amo.
Alguien que canta tan tiernamente al abismo, al rostro feo de lo que nos queda, no puede ser mala persona.
Este señor es un proscrito; un proscrito de la especie mundana.
Este señor es lo mínimo a lo que no se debería aspirar.
Por eso, le amo.
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