sábado, 13 de agosto de 2016

CENTINELA

Lo peor del desencuentro no está en la barra, sino en la puerta del bar. En todas las barras de todos los bares siempre hay un lugar estratégico para tener la puerta en la línea de visión directa. Ese es el lugar de los que esperan que aparezca. Tienden a reunirse cerca de la misma posición para desde ahí controlar, como centinelas, cualquier movimiento de la entrada. De hecho, existe entre ellos una contraseña para no descubrirse así de solos y expectantes: bailar los dedos ligeramente, al compás de ninguna música, falsamente distraídos. Mientras, pensando que nadie lo nota (disimulan como elefantes), con imposible giro de cuello, alguien que pasa de pronto se les parece, pero no, cómo es posible que no se haya dado cuenta de cuándo entró. Entonces, en ese preciso instante de desviar la atención, en vez de estar atentos como hasta ahora, de modo impecable (la duda es heredera del deseo), en lugar de mirar hacia donde realmente se debe, que es la puerta y no el espejismo, en esos segundos que transcurren entre que uno mira a donde no debe y una puerta se abre, introduciéndose por ella quien debía aparecer desde hacía tantas horas, al final terminan por no verse porque quien entra por la puerta, despreocupadamente, puede que sepa o no si habrá barra de por medio de esa espera; pero de alguna manera se hará, por lo menos, de modo encontradizo, y puede que haya aprovechado incluso el fatal descuido de su centinela para introducirse en el bar sin delatarse, ya oculto en el ángulo muerto desde donde observa sin ser visto a quien le espera, sin que quien le espera sepa que ya no hay puerta alguna que vigilar, que dejó de ser centinela en el instante de aquel gesto que se sometió al deseo.

(13 de agosto de 2015)

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