Lo peor del desencuentro no está en la barra, sino en la puerta del bar.
En todas las barras de todos los bares siempre hay un lugar estratégico
para tener la puerta en la línea de visión directa. Ese es el lugar de
los que esperan que aparezca. Tienden a reunirse cerca de la misma
posición para desde ahí controlar, como centinelas, cualquier movimiento
de la entrada. De hecho, existe entre ellos una contraseña para no
descubrirse así de solos y expectantes: bailar los dedos ligeramente,
al compás de ninguna música, falsamente distraídos. Mientras, pensando
que nadie lo nota (disimulan como elefantes), con imposible giro de
cuello, alguien que pasa de pronto se les parece, pero no, cómo es
posible que no se haya dado cuenta de cuándo entró. Entonces, en ese
preciso instante de desviar la atención, en vez de estar atentos como
hasta ahora, de modo impecable (la duda es heredera del deseo), en lugar
de mirar hacia donde realmente se debe, que es la puerta y no el
espejismo, en esos segundos que transcurren entre que uno mira a donde
no debe y una puerta se abre, introduciéndose por ella quien debía
aparecer desde hacía tantas horas, al final terminan por no verse porque
quien entra por la puerta, despreocupadamente, puede que sepa o no si habrá
barra de por medio de esa espera; pero de alguna manera se hará, por lo
menos, de modo encontradizo, y puede que haya aprovechado incluso el fatal
descuido de su centinela para introducirse en el bar sin delatarse, ya
oculto en el ángulo muerto desde donde observa sin ser visto a quien le
espera, sin que quien le espera sepa que ya no hay puerta alguna que
vigilar, que dejó de ser centinela en el instante de aquel gesto que se
sometió al deseo.
(13 de agosto de 2015)
(13 de agosto de 2015)
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