jueves, 21 de enero de 2016

MUSICALIDADES I: LO DE WAGNER

No me gusta Wagner. Lo siento; pero no me gusta Wagner.

Wagner es a Beethoven lo que Salieri a Mozart, es decir, un mediocre. Un técnico superior; no un obrero cualificado.

Beethoven era sordo, como Goya. Tal vez la sordera de ambos les hizo retratar, a uno en sonido y al otro en lienzo, la cualidad más bella de las sombras: su voz. Van Gogh no era sordo, pero se cortó una oreja y, como Munch, quien supo retratar en su célebre cuadro El Grito, de manera magistral, la desnudez de la angustia, desató para las generaciones posteriores lo que Kafka o Rimbaud ya exploraron: la hondura del ser en la superficie del mundo.

La angustia de Beethoven, por su sordera, resultó en la Novena Sinfonía "La Coral": la epifanía del arte que supera el sentido que lo alimenta, del que se nutre para ser. De Wagner, en fin, lo previsible. La ortopedia sonora, el adecuamiento, la suplantación del maestro, también, para ser, de otro modo venerado, no venerable, pues lo primero es efímero mientras que lo segundo es eterno. Dan ganas de invadir Alemania. ¿Y Mahler? Bueno, Mahler es un Bruckner apasionado, un gran tecnócrata de la música sinfónica. Mahler es el megalomelómano. Bruckner, el transversal, el minimalista, el pueblerino campechano, el ascendente musicalmente horoscópico de Schönberg. Mahler es el Beethoven que nunca pudo llegar a ser Wagner, porque Mahler es la Trascendencia. Desde Mahler a Schönberg hay sólo un par de buenos rusos, como Shostakovich, Stravinski, Rachmaninov o Prokofiev. Porque los rusos se educaron en la tundra es por lo que hoy por hoy Dostoyevski, Tolstoy, Pushkin, Gógol y otros grandes clásicos se parecen, al leerlos, a esas composiciones abigarradas y extensas en detallismos,  de los músicos rusos. Chaikovski, aunque anterior a muchos de los nombrados, ha tenido siempre el estatus de gran representante del exotismo exportable que "lo ruso" por aquel entonces proporcionaba a las mentes más adineradas. El boato francés sin Francia. Lo salvaje. Sin embargo, por detrás, como he dicho en alguna ocasión, siempre se gestaba la carcoma.

Son pocos los músicos holandeses (Flamencos, salvando —o no— ciertas distancias geográficas y culturales) que hayan trascendido el acerbo acervo cultural de aquellos tiempos. Numerosos, en cambio, los pintores: El Bosco, Rubens, Vermeer, Brueghel, Rembrandt, todos maestros de la luz de la que carecían en sus Países Bajos. ¿Cuán Beethoven podría ser un pintor ciego? ¿Qué sublime espacio visual nos brindaría a través de su talento?

No me gusta Wagner. Lo siento. No me invita a acordarme de ningún cuadro ni de ningún libro ni de ninguna mujer.
Beethoven es la pasión a la que Mozart renunció por querer ser italiano.

Puccini es a Verdi lo que Miles Davis a Kenny G —son épocas distintas, alguien esgrimirá; sí, pero Miles Davis sigue siendo de anteayer—, o lo que Gramsci a Garibaldi. Lo siento. No me gusta Wagner, ni Verdi, ni Berlioz, ni Liszt. Me gustan otros. Con Mozart empiezo a entenderme. A Bach le juré fidelidad en privado, después de una acalorada y desagradable discusión.

Otro día les hablo de Sibelius.

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