martes, 26 de febrero de 2019

HIPERPERSONAS

Somos egos. Quien lo niegue sabe que miente. Miente a sabiendas de que los actos, al igual que las palabras, no garantizan nada ni a nadie.

La opinión es libre, el juicio no. El juicio ni es justo ni es libre nunca. El juicio es injusto porque se basa en una ley escrita, estricta, y ya he dicho que ni las palabras, ni los actos son garantía de nada, no pertenecen a nadie. Por tanto, lo que yo diga, no debe ser tenido en cuenta. Incluso lo que no decimos o no hacemos es utilizado en nuestra contra; también hay culpables por omisión. Por omisión de auxilio, por omisión de conciencia; por omisión, en general, también. Somos culpables por pensar, por no pensar, por pensar mal, por no saber, ni siquiera, pensar. El pensamiento, como la opinión, es libre, tanto que sin pensamiento, como dice el tango, se puede andar, tranquilamente, después de sufrir, de amar y de partir. El pensamiento es el refugio, la casa de la opinión adonde acudimos maltrechos, a consolarnos, a lamernos las heridas mutuamente, para aliviarnos ese dolor, ese pudor que debemos sentir por ser quienes somos.

No hay malas ni buenas personas. Hay personas. Hacemos cosas, condicionados por lo que otras personas hacen, dicen y piensan. Cuantas más personas hagan, digan y piensen, mayor es la catástrofe. Nos hacemos daño, nos damos placer. La hospitalidad es una manera refinada de ejercer la autocomplacencia; piénsenlo. La generosidad parte de un leve deseo de retribución, aromatizado con la paciencia, raíz de todo resentimiento, es decir, lo que se vuelve a sentir, a revisar, a examinar, a juzgar.

Mi opinión es libre. Mi juicio no. Menos aún mi prejuicio, inherente a toda persona que piensa, siente, dice y teme. Vivir no es lo normal. Vivir es lo anómalo. Es resistirse ante la desaparición. El prejuicio es un mecanismo de supervivencia, una forma de trinchera desde donde arrojar piedras sin que las manos se vean.

Pero somos ego, lo único que nos mantiene vivos, porque deseamos asistir, no lo nieguen —quien lo niegue miente— a la destrucción, pero siempre desde la barrera, procurando que no nos afecte, de todo lo que no tenga que ver con nosotros.

Todo nos afecta, y gracias a eso, nos apostamos en las atalayas como francotiradores dispuestos a reventar de un disparo la paz interna que nos brinda la confusión. Nos da vergüenza equivocarnos porque está mal visto. Por eso es bueno pedir perdón, aceptar disculpas, condescender. Porque lo aleatorio, lo fortuito es un defecto. Todo lo que no se controla es semilla de miedo. El miedo. El miedo a que nos maten y a ser capaces de matar. El miedo a ofender y a que nos ofendan. El miedo a sentir y a que nos sientan. El miedo a no ser, y a que no nos sean.

A nadie le amarga un dulce ni una palmadita en la espalda, tampoco una caricia. Pero ese dulce, esa palmadita, esa caricia viene siempre con cláusula de retribución. Decir que no es un privilegio. Decir que sí es un atrevimiento. No decir nada es, simplemente, atroz.

La opinión es libre, no pública, ojo. La opinión pública es una obscenidad, una perversión de la libertad. Un allanamiento, una invasión de la casa del pensamiento. Una violación de la hiperpersona que está por encima de todo eso. Un ultraje perverso a la impureza.

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