martes, 26 de febrero de 2019

ARTE COMPROMETIDO

El adjetivo sobra. Está de más. La necesidad —odiosa, en mi opinión— de especificar la existencia de un tipo de arte llamado comprometido es síntoma grave y revelador de una estructura de pensamiento que aboca a calificar como "comprometido" todo aquello que airee la vergüenza de nuestra fallida condición como sociedad.

El arte es en sí mismo un compromiso con la imaginación, con la capacidad y la libre disposición de las ideas; admite por sí mismo un compromiso con la comunicación de ideas, las que sean, que apunten a cualquier capacidad humana de mostrar nuestra naturaleza como individuos, unidades mímimas de civilización; supone o más bien presupone —cuando no impone— una capacidad crítica que reconstruya o diverja de la común raigambre de todo lo que se establece como canon, como norma, como apropiado. El arte tibio no es arte. Es mero entretenimiento. No invalida una manifestación humana necesaria, vinculada al instinto del juego a lo lúdico como manera de relación entre individuos, o a la satisfacción inmediata de una pulsión de escape de toda rutina que nos damos, o nos permitimos para una convivencia eficaz, lo cual es una utopía.

Si por arte comprometido ha de entenderse toda manifestación cultural individual que entraña consecuencias en lo colectivo, no siempre agradables para quienes lo practican para su encaje en la sociedad, entonces estamos incurriendo en un error terrible al pensar que lo cómodo, lo que nos acaricia, lo placentero es equiparable a la felicidad. El arte es una interferencia, un palo en la rueda, una zancadilla inesperada en el camino habitual. El arte es un escándalo. Siempre es materia sospechosa. En su nombre y por su causa han muerto seres humanos que han pasado por este mundo intentando explicarse desde el libre ejercicio del inconformismo la razón de estar y ser en este mundo tan maravillosamente diverso, y por ello inconsistente y asistemático.

Sólo entiendo una forma de arte: aquella que lleva a la conmoción, a la transformación, a la revelación a través de cualquiera de las diferentes técnicas que éste nos ofrece y de cuyas capacidades nos podemos servir para colarnos por las grietas del sistema, para atravesar el muro que se erige ante toda cosa que nos perturba, tras el cual otro mundo existe no revelado. No creo en el arte dirigido. Ni en las modas. Ni en los clichés. Creo en el arte que se refiere a cada cosa que nos atraviesa, sin aspavientos, sin dramas, tan sólo ese arte que nos recuerda la naturaleza frágil y falible de nuestra propia condición humana, con sus glorias y sus infiernos. El arte como espejo de lo que somos, y también de lo que deseamos ser; como motor de nuestra conciencia más profunda, de nuestros oscuros recovecos. El arte no es una exhibición de habilidades, no es una olimpíada. No es una competición. El único mérito que posee es dotar a nuestra desesperanza de un sentido, aunque éste se nos muestre incómodo, incluso placentero.

El arte cumple la función de esa llaga que pellizcamos, esa herida que no termina de curarse y que nos recuerda la inútil persecución de nuestras metas, que en realidad, son las metas de otros. Una vez leí del escritor Raúl Antelo, "la poesía nos brinda una actitud frente al desastre". Entiendo que es una herramienta, pues, imprescindible para seguir cuestionándonos la realidad que está en cada cual.
No confío en un arte que genere víctimas. No me amedrentan, por otro lado, los verdugos que las provocan. Tampoco creo en un arte complaciente. El arte es el único espacio común legitimado para desobedecer.

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