lunes, 28 de mayo de 2018

DE ESA AMABLE TENSIÓN EN LOS ASCENSORES

Ese ritual que nos obliga a una cortesía incondicional en los ascensores comienza con el encuentro de un vecino o vecina en el portal. Si uno llega antes, lo suyo es que, al ver aproximarse a su oponente —pues a partir de ese momento comienza una lucha tácita por el poder y posesión de la cortesía—, abra la puerta o que, al menos, haga ademán. Hay quien espera con aire estudiadamente distraído a que se introduzcan las llaves en la cerradura para ofrecerse a la apertura. A menudo, suena como un fornicio interrumpido, un coitus interruptus al placer de abrir la puerta del portal del edificio; es más se nota en sus caras. Si el que llega con posterioridad eres tú, sabrás a qué me refiero.

Se da en los edificios altos que al llamar al ascensor se abre toda una posibilidad de ridículos; mirarse en el espejo de la portería, observar el suelo, hacer sonar las llaves, no por nada, sino por entretenerse, aguzar el oído por lo que parece una discusión, un polvo.

Mientras desciende el ascensor desde el piso 13 al bajo, tiempo hay para revisar el buzón con su indigestión de facturas, pasquines de comida rápida, tintes para el pelo, profesor Mamadou; o si, por el contrario, resulta que de inmediato, por hallarse en el primer piso, el ascensor desciende, existe un punto de perplejidad por la insólita eficacia. En ambos casos, los oponentes henchidos de gentileza compiten para ser los primeros en abrir la pesada puerta del ascensor y preguntarse el piso. A veces ocurre que existe ya por roce cierta confianza con los cohabitantes y entonces la amabilidad se reduce a reconocer en el otro su preocupación por la climatología, el estado de las cosas más cercanas, precios de fruta, cosas del gobierno, justificaciones de compras por si el clinclín de dos botellas incomoda. Olor a cosas. Esos casos se convierten más bien en un mutuo interrogatorio de trivialidades, tal vez por corroborar que por si pasara algo alguien se preocupa.

La sensación de triunfo de ir a un piso superior al del oponente debe de parecerse al momento en que se consuma una conquista. El alivio de no tener que seguir fingiendo.

Si el oponente va, en cambio, a un piso superior aparece un desaliento suave en el ambiente. Un saber perder diplomático. La despedida se vuelve honorable, samuraica. Conmovida —o conmovido—, es posible que ayude a sostener la puerta para permitirte salir al vestíbulo cómodamente a oscuras con las bolsas de la compra y las llaves que ya se engarzaron antes entre los dedos y el incívico dolor de las asas estrangulando las falanges.

Pero cuando quien acompaña en ese tránsito de ascenso es el vecino o vecina, puerta con puerta, se instala un pudor cómplice por saber lo que se pasa, cubierto de una metafórica confesión de recientes hazañas que, entre otras cosas, remiten a episodios comunes, un parte de daños o logros; cuando  se habla en clave.

En los ascensores siempre somos sospechosos.

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