Bajó del autobús (sí, digo autobús, porque guagua no lo entiende todo el
mundo, y puestos a petrificar, prefirió utilizar un nombre común, lejos
de hacer exótico, por localista o dialectal, una palabra que arremete
contra un discurso diferente, porque a Medusa le suena mejor autobús que
guagua, porque Medusa es de Soria y no de Jinámar. "¡Goda gedionda!" le
decían, por utilizar el autobús y no la guagua. Porque en boca de una
goda, guagua suena mal, en realidad,
suena como algo que no es de ningún sitio, o como cuando oye a sus
coterráneos y coterráneas —por aquello de la paridad y el sexismo de la
lengua, lengua madre, pues no hay lengua padre, eso sí que sería
sexista, no?— decir a los nativos "¿A ver, habla?" —estaba harta de
escuchar esa odiosa orden colona que a los que aquí llaman godos espetan
para su propio regocijo— con ese tonito, ese "rintintín" —se dice
retintín, estúpido, estúpida— humillante, casi de abusón, abusona, de
bullying transnacional que...) y después, con su mirada helénica,
petrificó, sin saber por qué, a todos los parroquianos y parroquianas
—otra vez la puta paridad que extiende hasta extenuar y artificializa el
texto, o lo texto, para no incurrir una vez más en...— y campó a sus
anchas, Medusa Martínez, petrificando todo a su paso, coja ella, todo lo
que miraba. Era su sino, su pecado y su gloria: petrificar. Medusa
Martínez petrificaba al mirar; su mirada arrojaba piedras a las cabezas,
las abría, las reventaba de odio, en silencio, calladita ella, Medusa
Martínez, la mítica, la petrificadora de Soria, cuando se bajó del
autobús, a la gente, a la ciudad. Por eso, llevaba gafas de sol, de un
sol petrificado, una piedra de lava en las pupilas que petrificaba y
petrificaba, Medusa Martínez. La petrificadora. La petrificatriz.
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