sábado, 17 de febrero de 2018

KAMCHATKA DA SILVA

Sus compañeras de trabajo no pueden decir de ella que sea una mujer agraciada —perverso eufemismo, odioso, por otra parte, para decir que una persona goza de un elevado estado de fealdad en su aspecto canónico—. Kamchatka Da Silva es una mujer fea, objetivamente. Escandaliza a cualquiera que sea víctima irredenta de la contaminación icónica de eso que alguien viniera a decir —en su perversidad moral— belleza. Desde su propio nombre, el cual evita pronunciar en circunstancias inusuales, cuando consigue que algún hombre se fije de manera fortuita, podríamos decir, apelando al salvador eufemismo, que Kamchatka es una mujer insólitamente bella.

Kamchatka Da Silva se gana la vida como ascensorista en un hotel de São Paulo. Sin embargo, sus más devotos admiradores, que los tiene, no se vayan a creer, entre los habituales clientes de renombre del hotel —un prédio horroroso donde se citan para venderse el aire empresarios de alto standing que vienen a hacer negocios a la ciudad— detectan en Kamchatka una cierta sombra de sospecha. Suscita, no sólo su presencia, sino su aspecto objetivo, esa especulación que recae sobre las personas feas de poseer una vida interior intensa, por una cuestión de mera compensación natural, o de justicia divina.

En el hotel donde trabaja, el equipo de ascensoristas está formado por mujeres. Kamchatka es la más antigua. Desde que llegó hace unos veinte años, procedente de no se sabe muy bien qué parte del Mato Grosso, Kamchatka, de entrada mostró ante sus superiores una cierta predisposición a la eficacia y a la eficiencia —no es lo mismo— para llevar de un piso a otro a los inquilinos u ocasionales visitantes que tenían la fortuna de ser ascendidos o descendidos por ella en el ascensor del hotel. Muchos procuran reservar habitaciones en los pisos altos para ser conducidos a estos por Kamchatka, quien, en el transcurso del ascenso a los cielos, les brinda un discreto y hermoso concierto de canturreo, con una melodiosa voz, impropia de una fealdad tal. A menudo, el canturreo como forma de entretenimiento transitorio, representa en Kamchatka la totalidad de su ser. No olvidemos que es bella, dentro de su fealdad aparente. Y por eso, todas la respetan, con reverencia, como si Kamchatka fuera una diosa de la ascensión. Una mujer que decide desde el primer momento cómo pulsar el botón que llevará a ese bronceado ejecutivo local hacia el piso donde ha de realizar sus negocios, de diversa índole: ocultos, espúreos o castos como el trigo.

Kamchatka fue directora de orquesta antes de dedicarse a tan prosaica ocupación. Pero no de cualquier orquesta, no. De la Orquesta Nacional del Brasil. En cierta ocasión, un reconocido arquitecto brasileño, Oscar Niemeyer, creador de Brasilia, tuvo la oportunidad de ser elevado a la planta decimoquinta del hotel por Kamchatka Da Silva. Quince pisos dan para mucho, o también para bien poco. Pero con Kamchatka es inevitable sentir que ese ascenso es especial, sublime.

Entre los pisos cinco y seis, Kamchatka comenzó a canturrear algo ininteligible, parecía tan disonante como una pieza de Bartók, o de Stravinski. Sin embargo, Niemeyer, entre el piso ocho y nueve, en respetuoso silencio —era un hombre muy apuesto, el arquitecto— identificó entre el fraseo casi inocente de la ascensorista una vieja nana que su tata le cantaba antes de irse a dormir. La tata de Niemeyer era del Mato Grosso, de etnia yoruba, y aquella nana lejos de inspirarle el sopor de la cantinela monocorde que provoca el sueño, activó en él un recuerdo de nostalgia que se fundió con el fulgor del recuerdo de palmeras y el profundo olor de la selva, el detonador de una inspiradora concatenación de pasiones pequeñas que, entre el piso diez y once, le hizo estallar en éxtasis al punto de solicitar a Kamchatka, con sobria discreción, pulsara el botón de parada hacia el ascenso. Kamchatka, de espaldas, obedeció, a lo que Niemeyer correspondió con un suspiro que derivó en un apasionado beso en los labios de quien ahora consagraba aquella su petición latente. Durante unos segundos, no llegando al minuto, Niemeyer y Kamchatka se besaron en el ascensor, entre las plantas diez y once—mediaba un bloque de hormigón entre ambos pisos, como un bunker— en absoluto silencio. Recompuestos, Niemeyer otorgó el poder a Kamchatka, que volvió a pulsar el botón hasta el piso quince, de hablarle, en la brevedad del lapso que media entre la tierra y el cielo, en paladeo voluptuoso de la carne que se encuentra al margen de toda razón.

Kamchatka le dijo: "Usted inspira música para mecer almas". Niemeyer, ya en el piso quince, abierta la puerta de rejilla, como una media sobre una pierna exuberante, concedió a Kamchatka el reconocimiento de su bella fealdad, canturreando, con torpeza, la eufórica arrancada del Choro Nº 1 de Heitor Villa Lobos. "Música que alguien como usted sólo podría mover desde este hermoso silencio".

Fue hace muchos años. Kamchatka sigue siendo una anciana fea, pero con hechuras de bellos sones. Exuberante en la delgadez del cuerpo que mece junto a la ventana de su pequeño piso de São Paulo. Recordando a Niemeyer, canturrea los primeros compases del Choro Nº1. Una lágrima caliente se desliza por sus entrañas hacia el silencio de esta tarde calurosa, cuando de pronto, en la televisión, se anuncia la muerte, a los 104 años, del arquitecto que la besó como quien inventa una avenida entre los pisos diez y once de un hotel de São Paulo, donde el arquitecto se habría de citar con otra señorita.

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