sábado, 24 de septiembre de 2016

BEEE! 1

Es la condición de cabra. Vagar solitaria por el pedregal, escalar hábilmente los peñascos donde se oculta de todas las miradas. La cabra, si algo tiene, es mirar. Mirar lo que causa curiosidad en su espíritu quejumbroso; tal vez, sabiendo o no, que eso en lo que deposita su mirada no representa nada parecido a lo que los humanos denominan fe. Las cabras hemos perdido la fe hace tiempo. Ni siquiera al husmear ufanas entre los arbustos hallamos placer en lo que encontramos. Sólo nos suscita sospecha aquello que no se asemeja al pasto. Claro, hablo de la cabra salvaje, de aquella ajena a cualquier redil, libre de toda granja. La cabra verdadera no es ganado, es cabra, a secas, tan seca como su ternura de secarral recién mojado tras el amanecer. Saltarina, no por grácil, sino por naturaleza, entiende el terreno y las piedras como una rayuela libre de dogmas, lejos del tejo o piedra que marque el camino a seguir. La cabra sólo sigue su camino (la salvaje). La otra, la estabularia, resulta aburrida. La cabra habla siempre de lado. Se expresa en su escueto lenguaje de gaita; al poco las demás responden, formando tribu milenaria. A la cabra le cunde cualquier cosa, desde un brote seco en mitad de la duna hasta un vergel de plástico en medio de un vertedero de la gran ciudad. La sociedad de las cabras responde a una silenciosa democracia, más bien, una asamblea disparatada de opiniones vertidas al respetable con igual vehemencia: placer, dolor, acuerdo, desacuerdo; siempre se articula igual en el limitado aparato fonador de las cabras.
 

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