Si yo fuera ruso, tendría, como mínimo, un gran y oculto talento para el
coleccionismo de mariposas. Es cierto que aún no conozco a ningún
entomólogo ruso de renombre, quiero decir, que no es algo que se comente
así como así en un almuerzo o entre susurros de sepelio. La cuestión
principal es el porqué de mi inclinación por las mariposas. No sé si
por ser, efectivamente, ruso, las mariposas ejercerán sobre mí algún
desconocido encanto ancestral del que sólo los eslavos padecen,
tal vez como ensueño de una época de llanuras y cadáveres, con las
mariposas revoloteando entre los arbustos tras la matanza. Me
inquietaría muchísimo pensar que sólo por el hecho de ser ruso es que
padezco esa incorregible afición por coleccionar mariposas. Pero lo que
me causaría verdadero espanto es saber que, no siendo ruso, tuviese esa
devoción por los lepidópteros. En verdad, no la tengo. Nunca la tuve. Me
gustan, eso sí, las mariposas; verlas revolotear por los campos, entre
los arbustos. Lo que me cuesta imaginar, y al tiempo, me hace cierta
gracia, es si, no siendo ruso yo, pero las mariposas sí, se despertaría
en ellas algún deseo instintivo de coleccionarme.
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