miércoles, 4 de noviembre de 2015

ELVIRA

Debería llamarse Elvira. Sólo así sería perfecto. Perfecto, sí; pero no real. Ya que tan sólo nos une mi rutina de cada dos, tres días ir a por tabaco o vino, o las dos cosas, o ninguna y la de ella estar ahí, tras el mostrador, al menos podría concederme el cosmos algo más a mi favor, más allá del leve instante, segundos: lo mínimo requerido para completar toda formalidad. Lo suficiente.



Si se aventura a afianzar nuestra débil complicidad preguntándome «¿tabaco?» mientras la señora que tengo delante rebusca entre monedas que desconoce, me da pudor revelarle que hoy, miércoles, vengo a por vino. Lo que se imaginará al oírme entrar con ese odioso y alarmante pitido, vestido de uniforme, a por una botella justo cuando aterrizo del trabajo, como si no me quedaran más refugios; pero, por otro lado, podría figurarse, aplicándose en la benevolencia que provoca siempre toda curiosidad, que soy de ésos que en vez de destruirse en el melodramático mundillo del solterón, prefiero homenajearme la cena con ese empaque que le da el vino a una pizza precocinada recién horneada. Que con mis horarios no debo de tener tiempo para cocinar, y menos aún, ganas o dignidad. Con lo bien que le deben de salir a ella las lentejas, y lo bien que estaría que me guardara un tupper, por aquello de romper el hielo. Por eso, sin que se dé cuenta, Elvira, si es que se llama así, que sería perfecto, me espeta una mirada inquisitiva cuando la frecuento con la hábil excusa del fumador de liar, es decir, del artesanal arte de liarse un cigarro con esos aperos del vicio que van faltando de a poco, nunca de golpe.

Hay días, sin embargo, que no debería llamarse Elvira. Esos días voy a por agua embotellada y el trámite, aunque cordial, resulta con frecuencia frío, distante, esquivo. Por eso la Elvira que debería de llamarse a sí misma, aflora entonces hacia un rostro apagado, de rictus convencional y burócrata que en nada se parece a la Elvira que realmente es, pero que no se llama. Nunca el agua tuvo sabor tan arenoso, como cruel propaganda en el cartel.



Así que Elvira —resultó no llamarse Elvira— fue pareciéndose cada vez menos a sí misma. Aquella tarde de sábado, verano, debía de ser yo de entre los escasos parroquianos que aparecieran por la puerta, el pitido horrendamente apuñalando la calle serena en plena siesta, para que me hiciera una fotocopia. Diligente, aceptó el desafío y para cuando ya había doblado la esquina con la fotocopia, camino del portal de mi edificio, reparé en que el original de este texto se había quedado, flagrante, en el cristal de la fotocopiadora. 



Por eso, y porque no le gustan las lentejas, supe que no se llamaba Elvira.

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