domingo, 9 de marzo de 2014

SAUDADE

Sólo un resto de sombra, adherido a la sílaba, untada sobre la piel de la mesa sucia; detrás de la puerta de la casa, alguien que tirita al fondo,  donde la espalda, escaleras abajo del frío, gime desvalida bajo un sordo tintineo de muebles que crujen, retorciéndose en el vientre.

Escuálido, reseco, quebradizo, el reloj se arrastra por la pared con la osada lentitud del tiempo. Se agazapa bajo las patas de las moscas moribundas, presas del desespero en un ventanal, y del miedo en el que se agitan sus alas.

Es decir, no exactamente la denigrante sucesión de lugares comunes, con sus gestos comunes y sus zonas, también comunes, agarrándose al paisaje sin días. Tampoco la falsa molestia del humilde, al decirse a tiros las verdades de su nombre, al borde del brocal de la cama, de rodillas ante el hombre que en sí mismo ostenta.

No exactamente el gélido fulgor de cada reflejo que el nácar arranca de la esfera de los ojos en punta, como proa de felino, husmeante al percibir la alerta,  al filo atento de los grillos: detenido sobre la hoja de la navaja, honrando a los centinelas que le precedieron y a los que serán.

Tal vez, la saudade, no sea más que el punto exacto del puente sobre el cual te invade un pavoroso temblor de venirse todo abajo de ti, la suspensión en la catástrofe cotidiana, la súbita noción del espacio perdido, y del tiempo anhelado que ya no sigue contigo el fatigoso deambular entre imposturas.

El sueño de un adoquín bajo el fervor húmedo del rocío, mientras, contadas, las sombras de nuevo reaparecen, y uno, a pesar de la redondez de ese vocablo que le persigue, sigue sin hallarle el rincón donde correr a esconderse de ellas.

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