domingo, 9 de marzo de 2014

RITOS PERSONALES

Tengo por costumbre invocar verbos que llueven.
Verbos que se estremecen de qué. Que perecen de repente, de un solo tajo, de raíz. 

Verbos que nos nombran al amanecer para acordarse de nosotros con nosotros, abriéndonos el apetito a golpe de manzana, la prohibición más absurda del  hambre, la dentellada todavía parda en la herida ácida, el jugo amarillento con que sangran los lunes.

Tengo por hábito a un monje que recolecta peras en un bosque de olmos, que es capaz de reírse sin equivocarse en ninguna ocasión, que canta águilas bailando entre peñascos, sin otro motivo que adentrarse en los difíciles dominios del poder de la cabra.

Dominios que hienden el portal de la desidia al regresar, atenazado por la costumbre insana de volver, de iniciar de nuevo el quehacer del uroboros.

Tengo por fracaso despertar si no es por algo. Levantarme de los pies y con dos dedos conducirme a la bañera, ataúd de tantos desaseados, y ducharme mientras me lo hago con la prisa.

Dedos que se alarman de buena mañana si no chasquean el milagroso mecanismo de los fósforos, si no hubiera pan, o balas.

Tengo por favor
La desganada paciencia del desengaño, el color que desemboca en la espera, esa despensa del tiempo y la estupidez, acuerdos delirantes con la enfermedad, encrucijadas que no me salen.

Tengo por qué.

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