Resolvieron sus amigas llamarla Lali. No les divertía ponerse a
conjugar diminutivos con un nombre tan poco apropiado para ellos. En
torno a la mesa, con la elegancia del buen beber de las señoras,
socarronas y a la vez pulcras, como mucho, si acaso, "una segunda copita
sí me echo". En seguida, los corrillos de señoras en torno a la mesa
llena de copas se van ampliando hasta pasar de un sencillo gesto de
chismorreo entre dos cómplices mientras resuenan sutiles los choques
de las pulseras, a un asunto de estado, digno de ser solucionado en
asamblea con las mejores y mayores galas de "otra copita". En las
reuniones de más de una persona siempre se termina hablando de otra, que
normalmente está ausente, bien para siempre, lo que da a la reunión un
tono a veces lánguido y receloso, o bien por un instante, porque se le
espera, porque se le espera ya demasiado, o porque se ha permitido ir a
excusarse. Éstas últimas son las más excitantes, porque requieren de un
juego sutil de guiños y plisados de falda, o de nueva resonancia de
abalorios, toses repentinas y otros ademanes arcanos antes de que el
ausente instantáneo regrese de su excusa. Fue en ese contexto, en
aquella noche fresca, sobre la mesa, apartada la terecera ronda vacía,
cuando las señoras, por unanimidad, decidieron llamarla Lali.
Se levantó un acta oral por parte de la señora que se hizo con la voz
moderadora de aquella reunión. Y sentenció: "¡A Libertad, la vamos a
llamar Lali, por que es "La Libertad"!, y mostró una servilleta en la
que aparecía escrito el anagrama como fórmula sacrosanta
La LIBERTAD -- LALIBERTAD -- LALI (y BERTAD, tachado).
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