miércoles, 2 de abril de 2014

ESPAÑA

para Fer.

España,

España era una línea rosada en el amanecer que sucumbió al placer de las marismas.
España era una roca, altiva; el sueño de una cabra de los montes; venas.
España era una silueta lenta encaramada al deseo del mar: sal de sus labios.
España era el tronco tímido de la vid; el olivo sigiloso; semilla de ciprés.

España era un niña-toro que jugaba en el cañaveral, sola, junto al río.
La primera flecha se clavó en su testuz. Un zumbido anunció una lanza que le abrió el vientre:
manó sangre negra que se mezcló con el lodo; en sus ojos el terror de la muerte: el pedernal.
España era la niña-toro muerta, sobre cuya piel extendida, danzaron hombres con sus tripas en la mano.

Fue el primer sacrificio.

A España vino a fecundarla una estirpe de bronce con su semen calcáreo.
A España le pusieron una tiara de piedra y plata; una gargantilla de marfil; y una túnica parda.
A España la fundaron la fe, el terror y la venganza.
A España la hicieron arcana, sin saberlo. La hicieron bruja.

A España la casaron con águilas, con leones entre las murallas. La engalanaron de lirios, aún virgen.
Cobijaron con ella hasta altas horas del infierno, en infames orgías que desgarraron su seno.
Su dolor enardeció a los sátiros. Con su vientre, el primer berrido de la gaita, como el de un becerro al que se le encoge el corazón mientras es devorado por buitres.

Abandonada a su muerte, entre cuajarones de turbera, recibió su caricia más tierna del desierto.
Con agua fresca y cánticos de súplica lavaron sus heridas los hombres de rostro errante.
A sus labios traería el céfiro un beso lejano de naranjas, una cuna blanca de jazmín, el rumor de las yeguas.
Darían a su piel los cuidados precisos; tratarían sus cicatrices con esmero silenciosos curtidores.

Al-Andalus o Sefarad, para borrarle toda memoria abominable:
La vistieron de añil, de verde, de rojo y ocre, de avena, de sándalo; la enseñaron a hablar, a leer, a escribir.
Prodigaron en zéjeles y casidas la belleza de sus senos, el ardor de sus patios, la cálida penumbra de su boca, la piel en flor, el aroma guarecido en sus axilas.
La vistieron y nunca más la ultrajaron.

Pero en España aún latían los corzos salvajes; aún bajaban a la espuma  gris del mar los cormoranes.
Se oía murmurar a sus grutas pintadas, vestigios de otras sangres; clamaban los torrentes anegados de helechos.
Aún quedaban rescoldos irguiéndose en las sombras, vertebrando monstruosas luminarias.
Fueron enviadas cruces amarradas a los espesos y leñosos nubarrones.

Desde el minarete, tembló la aleya del moecín.
El cenit consultó al nadir; las cifras se escurrían por papiros de áspides huidizos.
Entre los susurros aparecían forjas, palabras de metal, acentos de sangre: sílabas divinas, sables.
Los claveles se encerraron en la mudez de los estanques.

España luego se hizo pura, casta, fea, católica, sentimental.
Se hizo huraña, insidiosa, culpable, víctima, sucia, macabra.
Pero también raudal, desaliento, jolgorio, esperanza.
Sola en su soledad, se gestó la carcoma.

España, la repudiada, la negra y adusta España, la devastada y delenda España;
La España rendida a su propia codicia; inquisidora del más allá, quebrantadora de océanos.
España, remilgada gorda y vulgar de olor a sopa; hermana rechoncha de su discreta hermana.
La España con nombre y mapas, terrenal, catedralicia, pestilente, petulante, imperiosa.

De España bajaron aquellos dioses.
Que eran uno, pero que eran tres.
Como tres sus arcas prometidas.
Como tres los siglos; tres los imperios solares.

El temor del eclipse. El destello de obsidiana
abriendo los ojos al terror,
en la mancha del jaguar, el destello del oro
en el hondo y pétreo graznido de la serpiente.

Más oro para las columnas de Hércules.
Más oro. Oro. Oro. ¡ORO!
Más y más, y aún más, más y más,
ahogándote España de tu misma ansia de ti, de más.

Más allá de las columnas de Hércules,
más allá del océano, más allá, siempre más allá.
Plus ultra, es tu verdadero nombre, tu Tao, España.
El círculo en el que te destruyes a cada paso que das más allá sin saber darlo.

El color de tu nombre es sangre y oro, la sangre por el oro, el oro es la sangre de tus venas.

España salvaje, territorio de la fatua limpidez de tus propios campos.
España torcida, mueca eterna de un suicida arrepentido.
España, araña extraña, tardía.

España, la patria sin madre, la esquina privada,
coronada de plata,
la siempre vencida,
la paloma. Mala virgen. Más y más allá.

España, desmesurada, escandalosa, obstinada,
tu aliento huele a ajos, a zarzas, a espumarajos,
tu idioma de paso, rápido, saltarín, de río revuelto,
tu idioma se abrió paso a pisotones, a empujones.

Tu idioma inequívocamente lacerante, arrastrado,
desolado, afilado, tentativo, tu idioma histriónico.
Tu idioma, salvaje, como tú España, sí, salvaje;
secarral que mastica con la boca abierta, vocinglero;
tu idioma también, más allá; también tenía que estar, más allá.
Tu lengua, España, esclava de sí misma, tu lengua de trapo, tu trabalenguas,
tú, deslenguada, con tu lengua llena de malos bichos que amedrentan a los grillos,
que sacuden el sereno fragor de las hormigas, dejando sin habla a las cigarras.
Tu lengua aún así lozana, sincera, pudorosa; capaz de calzar con delicadeza de guante
la mano más polvorienta; capaz de engalanar los dedos cuarteados que mecanografían
los fríos informes de tu aspecto diario; capaz de mirarse las vírgulas y enseñorearse de ti;
como una bóvida señora interrumpiendo un sepelio.
Te guardan los mejores vates, por el sabor cambiante
que singlan en el aire las lechuzas al acomodo de la sombra

sombra que te persigue, España, que te persigue como tú persigues
más allá, huyendo de tu sombra; de la sombra que eres, España.
Sombra en las casas sin sombra, sombra fresca de las fúnebres higueras,
sombra de atrás del callejón, sombra de tu más negra sombra, España,
tu sombra España, tu propia sombra, más allá de tu sombra y de la sombra.

¡Brama, España! ¡Brahma, España! ¡Marca, España!

La furia atroz de los hijos que mugen en tu sangre, España, de tu sangre
de niña-toro, sacrificada al hambre entre el olor a hueso de las cañas,
el agua negra, las tripas con que aún se devora tu tricorne linaje,
la primera flecha se clavó en tu testuz; te convirtió en el bóvido triceronte
en el noble ser que sabes ser, por un instante; por un instante, fuiste el bóvido,
la triceronte España, niña-toro: minotaura sagrada.

Y qué azul la sangre. Qué azul. Almadrabas de ojos grandes, quemándose al aire.
La oruga verde sobre el geranio; el verano, friéndose en un Ganges de sardinas.

El hervor del musgo, calcetín defectuoso de la niebla, bullendo entre los brezos.
Un parpadeo de nácar sobre los líquenes, anunciándose por las flores del camino.

España: sangre, oro, sangre. Por el oro, la sangre. Por Dios, la sangre. Por el Sol, la sangre. Por la sangre, la sangre. ¡Cuánta sangre! La sangre que canta, a pesar de la sangre, al pasar de la sombra y sus tambores. El oro rojo. Rojo por ojo... El oro, España. El oro. ¿Por qué el oro?

El oro y la sangre. La baraja eterna. El as de oros. El movimiento del odio al deseo, de la pasión alzada al diáfano rebuzno del alma.

Sangre sin curar, descolorida; sangre azul y sangre roja: alambradas de ojos grandes friéndose en las flores del camino.

Plus Ultra, España. Siempre Plus Ultra.

Más allá de ti, arde, más allá de ti, Plus Ultra, España, ardiendo siempre, ardiendo, como el oro,
como la sangre del oro, como la plata y el agua, como el rocío y la escarcha sobre el último peñasco de tu piel, España, ardiendo y sangrando, España, callando, ladrando, mugiendo, aullando, España, alimaña, más allá, siempre, España, de ti, más allá de ti está lo que anhelas... ¡Navega! ¡Más! ¡MÁS!

¡MÁS ALLÁ! ¡SIEMPRE MÁS ALLÁ, ESPAÑA!

¡Más allá de tu sangre, más allá de tu oro, más allá del océano, más allá de tu nombre, más allá del nombre de Dios, más allá de la Virgen, más allá de DIOS, España!...  ¡Porque más allá de Dios
estarás tú, siempre TÚ!

Persiguiéndote.




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