lunes, 2 de mayo de 2011

ETERNARIO (FRAGMENTO)

Corría el año 1325. Yo era apenas un adolescente.

Los mensajeros que llegaban hasta nuestra aldea hablaban de la fundación de una gran ciudad, no lejos de allí y que debíamos marcharnos, pues al fin, la tierra prometida había sido revelada por Huitzilopochtli, el gran dios de nuestro pueblo. Durante la noche, se oyeron cánticos y hubo júbilo, aunque también hubo llanto y lágrimas.

Los sacerdotes habían encontrado el lugar según los designios divinos, una isla en mitad del lago Texcoco. "El lugar de tunos sobre la piedra" la llamaron: Tenochtitlán.

Durante 165 años nuestro pueblo había estado en constante peregrinación desde la antigua Aztlán hasta llegar a las estribaciones del lago en cuyo centro encontraron sobre una piedra un águila devorando una serpiente sobre un nopal. Ése era sin duda el lugar que el dios había designado para su nueva estirpe de grandes hombres: los mexicas.

No tardamos en ponernos en camino; esa misma noche mi padre se encomendó a los dioses e iniciamos una de las travesías más largas y duras que jamás habríamos podido imaginar. Llovía pesadamente. El camino se hacía cada vez más complicado y muchos se quedaban, otros morían, a otros no les vimos más. Durante casi 40 días fuimos guiándonos por las estrellas, vadeando ríos, cenagales, vigilando cada noche no ser el alimento de jaguares y otros animales de la selva; encontrábamos partidas de peregrinos que también lo habían dejado todo y habían volcado sus esperanzas en aquella revelación divina.

Finalmente, extenuados, enfermos muchos de nosotros y, al mismo tiempo, ilusionados asistimos asombrados a la gran magnitud de aquella ciudad que se alzaba imponente ante nuestros ojos. Habíamos llegado. Sólo nos atemorizaba la ferocidad y la determinación de los centinelas que no deseaban intrusos, pero también necesitaban mano de obra para seguir expandiendo y glorificando aquellas piedras. Veíamos a nuestro alrededor jardines flotantes, embarcaciones de todo tipo y grandes construcciones; pirámides, templos, palacios. Comenzamos a andar por el gran puente que nos llevaría a la ciudad; yo nunca había visto tanta gente junta. Tampoco había visto nunca tanta belleza.

Pero aquello terminó. Desapareció. Hace años intenté volver y me encontré en medio de una ciudad que en muy poco se parece a aquel esplendor primero del que fue mi pueblo. La habían devastado, mutilado y acorralado miles de avenidas y edificios de hormigón; los automóviles conferían al ambiente esa pesadez que hacía el aire prácticamente irrespirable. Nada quedó de aquellos jardines, salvo algún pequeño reducto para deleite de turistas; nada quedó ni siquiera de sus ruinas.

En mitad del Zócalo de lo que es hoy México D. F., un lluvioso día de abril de 1982 volvía a cruzar desde el otro lado; ya no pertenecía a aquel lugar. A ningún lugar.




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