lunes, 13 de agosto de 2018

PVP

Pensamos tanto sobre tanto que ese sobrepensamiento llega a saturar la mente. Un parloteo constante en la cabeza, insustancial charla, citando grandes nombres —o eso creemos—, posicionándonos, adoptando posturas transitorias para que nuestro ego se defienda de la desnudez del yo que tanta vergüenza y pudor nos causa. Atrincherados en nuestros modos de ver la realidad, de ser en la realidad, justificamos ante los demás cada movimiento, cada gesto, cada acción, cada acto, cada hecho. Ponemos al campo cercas que alejan, que nos dan una leve sensación de protección. Desde ahí iniciamos la guerra total por la defensa de nuestro territorio. Una defensa que a menudo se enmascara con la voluntad del ataque, de la destrucción de ese enemigo virtual que amenaza la solidez de nuestra hipocresía. Cuando al final descubrimos que no hay nada de amor en ese amor, que no hay nada de amistad en esa amistad, que no hay nada de respeto en ese respeto sino un abyecto utilitarismo mutuo en favor de la autocomplacencia, de la imperiosa necesidad de la autoafirmación, que no es más que una imposición tiránica —a menudo ejercida de manera sádica y déspota—, de nuestra manera de ser, disfrazada de valores en alza para perpetuar este asqueroso mercadeo de personalidades a costa de los demás, entonces comprendemos que lo que valemos tiene un precio: nos convertimos en un producto de consumo con garantía limitada.

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