Pensamos tanto sobre tanto que ese sobrepensamiento llega a saturar la
mente. Un parloteo constante en la cabeza, insustancial charla, citando
grandes nombres —o eso creemos—, posicionándonos, adoptando posturas
transitorias para que nuestro ego se defienda de la desnudez del yo que
tanta vergüenza y pudor nos causa. Atrincherados en nuestros modos de
ver la realidad, de ser en la realidad, justificamos ante los demás cada
movimiento, cada gesto, cada acción, cada acto, cada hecho.
Ponemos al campo cercas que alejan, que nos dan una leve sensación de
protección. Desde ahí iniciamos la guerra total por la defensa de
nuestro territorio. Una defensa que a menudo se enmascara con la
voluntad del ataque, de la destrucción de ese enemigo virtual que
amenaza la solidez de nuestra hipocresía. Cuando al final descubrimos
que no hay nada de amor en ese amor, que no hay nada de amistad en esa
amistad, que no hay nada de respeto en ese respeto sino un abyecto
utilitarismo mutuo en favor de la autocomplacencia, de la imperiosa
necesidad de la autoafirmación, que no es más que una imposición
tiránica —a menudo ejercida de manera sádica y déspota—, de nuestra
manera de ser, disfrazada de valores en alza para perpetuar este
asqueroso mercadeo de personalidades a costa de los demás, entonces
comprendemos que lo que valemos tiene un precio: nos convertimos en un
producto de consumo con garantía limitada.
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