miércoles, 16 de marzo de 2016

INVENTARIO (Diciembre 2005 - Marzo 2016)

Queda
el gesto apostrofado
de la extrañeza;

el gato a medias,
la sacudida precoz,
la isla índigo
que flota siempre
pendiente de los hilos
de la medianoche,

como la bailarina de la caja de música,
cuando ensaya aún más a solas
el gran paso de su vida.

Queda
el rapapolvo,
el cortaúñas,
el controlado escándalo,

la simulación pactada,
el cariacontecido,
el pusilánime al fondo del pasillo
protegiendo sus juguetes
de una indefinible fuerza aterradora
que se acerca cada vez más,

la incandescencia constante de la culpa,
la pulcritud de la traición,
la minuciosidad del engaño,
el tumultuoso festín de los mediocres
en plena exaltación de su nueva miniatura,

la maniobra fallida del infiel
involucrándose en un vago perdón
tan transitorio como una difícil cláusula.

Queda
el reposo,
el estanco de la soledad,
la mariposa quebradiza
desbaratando el aire
con perplejas danzas.

El hondo rondó,
el minueto gélido
en el salón apocado,
el ademán amanerado,
el mohín
ante el ocioso acontecer
de una húmeda fragancia de alfombras
por toda la galería.

Los rostros en los espejos
que reflejan sólo el perfil más frontal
de la caricatura,
de la parodia hecha carne
y verbo.

Queda
el cimiento frío de los cristales,
la noche ahí fuera
toda aquí dentro.

El silencio de los coches
que no pasan,
el miedo,
un estornudo;

las defensas bajas
como la dirección
de la lluvia.

El tramo corto del eco
aún resonando al chocar.

La melancolía de la nevera
que se despierta de madrugada
amordazando las cadencias,
ahogando el apagado aroma
del cedro consumido
en la varilla de incienso.

El furibundo desierto
avanzando por mi boca,
el arabesco quebrado;
un azul más.

Queda
empezar un huracán por el tejado,
tropezarse a cada instante
con la torpeza de mirarse la sombra.

El residuo tóxico del hambre
malgastada,
la conquista feroz de la rabieta,

ratas paseándose
de norte a sur,
de limbo a limbo,
sabandijas, hemiciclos,
dioses, cosacos,
caimanes, lámparas,
murciélagos disfrazados
de paraguas.

El virginal asombro del detalle,
de la cruzada íntima
por liberar al cosmos
de ti,

para que el cosmos
vea la luz de la fe
que hay en ti,
en ti,
no en mí.

En mí
queda
el ancla salvajemente afianzada
a la gravedad de lo profundo,
la corazonada descorazonada
como morder un pera silvestre
o de acero;

la inocencia cautiva de la sombra,
lo pecaminoso que sería:

      el fuego de los circos,
      los astros de la plebe,
      el recuerdo ufano,
      la brisa falsa,
      la esquina de atrás,
      la cruel parafernalia de la tortura,
      la indolencia pesarosa de cada verdugo,
      la indiferencia más atroz aún de quienes saben
      pero no saben
      hacer.

Queda
la caligrafía de los nidos,
ideogramas leves
para significar cobijo o extraño.

El mausoleo tentador
a la caza de compungidos,
devotos con lágrimas en el pelo.

Los símbolos deshabitados,
los restos del nombre
que los labios no piensan.

La mano alzada con la voz
en un puño. El corazón gritando
por la boca del estómago.

La dócil preñez de los mangos,
la cauta necesidad bajo palio,
el cuento, el saco;
aquel hombre que nunca vino.

El momento más famélico
de acariciarse la rabia.

La tentativa furiosa,
la campana a medio hacer.

Queda
el pájaro etiquetado
en su áspera espera.

Dedos hábiles y tiernos
que vayan apagando lentamente
los terrones oscuros de luna
sobre el lomo de los perros.

La geografía púber de los ángeles,
abandonados de todo ser y todo sexo
por los rincones del suburbio.

El ímpetu del asco en la semilla
de los ojos comidos por la mordaza
y la arena.

El momento de silbar cadalsos,
y retumba por alargadas cúpulas de hastío,
el mismo dulce nombre
que los labios todavía protegen.

El misterio último y primero.
El espíritu inviolable del cansancio.
Felicidad embolsada en los portales.

Queda
la cicatriz entredicha,
la orfandad de los bueyes,
el encomio del ejemplo,
y la parte que a todo corresponde:

la manutención del alba,
el comienzo del sueño,

el sufrimiento del veneno virgen,
el trabajo de la huella,

el mercader escondido en un frasco,
el genio entre deseos henchido,

el poder de la fricción,
el de la flama espuria,

el de la estirpe malsana
de los hijos del hombre
que son en sí.

La patada a la idea,
el surco frenético que deja la huida,
el destrozo expresamente de las alas.

Las lecciones de madera,
los nervios gastados,
el discurrir del necio.

Queda
la hojarasca bendita
en cada poro que escribo:

cal viva
que mitiga mis versos.

El melómano insaciable,
el dipsómano insalvable,
el monje impecable,
uno más de esos tipos
tranquilos sin tiempo
que no descuentan
ninguno de sus instantes.

Un cuidador de libros,
un esmerado escriba,
siempre al celoso servicio
de la quietud voluptuosa,
de las cosas como están,
del aparente desorden.

Queda
la amable resurrección,
la misericordia menor,
la fea a la que nadie llama.

El entrañable sonido del timbre
cuando aleja la pena a lomos
del sobresalto,
al galope por la extensa ternura.

El descuido irreversible
que amanece en cada arruga
de las sábanas:
una imprenta para peces.

Una pecera para oradores
que succionan la palabra
con el ansia de un lobezno
recién presentado a su luna;

esa que será la suya
por toda su existencia
entre los árboles.

Queda
el estuario de consolación,
no el médano insigne.

La cúspide sin coronar,
sin ondeante bandera
sobre himnos de mudos colores.

La hermandad silvestre de las zarzas,
la asamblea del sol por el camino.

La trama perfecta
de la tela de araña.

La puerta intacta y dentro

queda
una casa
en mis huesos.


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