El gendarme, con sus bolsas de la compra subiendo la escalera hasta su
apartamento. El gendarme, con la compra mal distribuida en las bolsas,
la una más pesada que la otra, sube penosamente los escalones hasta el
quinto piso de su edificio sin ascensor. Descansa en los rellanos, pero
no puede dejar las bolsas en el suelo porque al estar mal distribuida la
compra puede peligrar el contenido si vuelve a hacer el esfuerzo para
sostenerlas nuevamente; pueden romperse y desparramar el contenido por
todo el rellano en que se haya parado, las latas puede que rueden
escaleras abajo, las botellas de vino puede que se rompan al desfondarse
las bolsas por el peso, la fruta dentro de las bolsas de fruta no
amortiguan nada. Maldice al cajero del supermercado que le distribuyó
tan pésimamente la compra en las dos bolsas, por las prisas, por la
cola, porque cuando uno compra tiene que meter rápido las cosas que
compra en las bolsas, sin orden, sin lógica porque si se tarda lo
suficiente, el resto de la cola que espera mira mal, airada,
aspaventosa, protestando por la torpeza de uno que no sabe distribuir la
compra dentro de las bolsas, aún menos el cajero, que no está para eso
en la hora punta sino para cobrar y listo. El gendarme sube con las
bolsas de la compra que poco a poco van cediendo, una por el peso, otra
porque va rozando con las paredes, ya que la escalera es estrecha. Está
ansioso por llegar. El gendarme sabe que en breve será el desastre, como
hace tres días, cuando toda la compra se fue escalera abajo por culpa
de las bolsas, las prisas y sus ganas de llegar al apartamento. Cinco
pisos, sin ascensor, suponen para el gendarme, viejo ya, un suplicio
para bajar a por la compra y pensar que luego tiene que subir, de nuevo,
con esa carga, con el temor de que se le rompan las bolsas porque
olvidó una vez más coger las bolsas grandes, resistentes, porque salió
con prisas a comprar y se dio cuenta de que en su nevera y despensa poco
quedaba después de llegar de viaje. El gendarme suda, le sudan los
dedos, palpitantes por la presión del plástico de las asas en los dedos
que le hormiguean como adormeciéndose. Un rellano le falta y no llega a
tiempo. Las bolsas, otra vez, se rompen y la compra entera rueda por los
escalones yendo a parar al rellano, rompiéndose algunos tarros, la
fruta por el hueco de la escalera, deshaciéndose a medida que cae e
impacta con los pasamanos de acero inoxidable, las botellas de vino se
rompen y riegan toda la escalera, dejando ese olor delator de alcohol,
los huevos no se salvan tampoco. El gendarme se sienta en el escalón
antes del rellano de su piso, y comienza a sollozar, luego gime
impotente, y finalmente rompe a llorar desconsoladamente, como un niño
al que se le olvidaran los deberes en casa, como si no hubiera tenido
tiempo para estudiar para aquel examen. El gendarme llora, el eco de su
llanto alerta a la vecina que, otra vez, abre la puerta y le ve ahí,
sentado, empapado de vino, llorando. Ella baja un par de escalones desde
el rellano del quinto hasta donde el gendarme está sentado y le abraza,
le abraza como al niño que nunca tuvo, le abraza y ambos lloran, lloran
porque de lo poco que se ha salvado de las bolsas nada les sirve para
mañana. Es tarde, todo está cerrado ya. El gendarme se calma y la vecina
le invita amablemente a su apartamento, no sin antes recoger el
estropicio de la escalera. Aún con lágrimas en los ojos, la vecina del
gendarme friega la escalera, barre los cristales, recupera unos tomates,
magullados ya. La vecina ama al gendarme. Por eso le prepara una sopa y
le abraza en la silla de la cocina. Ambos a solas, comiendo sopa, en
silencio. El gendarme tiene sueño y vuelve a su apartamento, sin la
compra, con lágrimas secas en los bolsillos. La vecina vuelve a cerrar
la puerta cuando el gendarme entra en su casa. De madrugada, la vecina
del gendarme se despierta, sobresaltada. Ha escuchado un disparo en el
apartamento del gendarme. Grita. Sale y golpea la puerta del gendarme,
que no responde. No responde. No responde. Se desploma llorando en el
rellano, donde aún huele a vino y lejía. Son las cuatro de la mañana.
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