viernes, 2 de junio de 2017

EL GENDARME Y LA COMPRA

El gendarme, con sus bolsas de la compra subiendo la escalera hasta su apartamento. El gendarme, con la compra mal distribuida en las bolsas, la una más pesada que la otra, sube penosamente los escalones hasta el quinto piso de su edificio sin ascensor. Descansa en los rellanos, pero no puede dejar las bolsas en el suelo porque al estar mal distribuida la compra puede peligrar el contenido si vuelve a hacer el esfuerzo para sostenerlas nuevamente; pueden romperse y desparramar el contenido por todo el rellano en que se haya parado, las latas puede que rueden escaleras abajo, las botellas de vino puede que se rompan al desfondarse las bolsas por el peso, la fruta dentro de las bolsas de fruta no amortiguan nada. Maldice al cajero del supermercado que le distribuyó tan pésimamente la compra en las dos bolsas, por las prisas, por la cola, porque cuando uno compra tiene que meter rápido las cosas que compra en las bolsas, sin orden, sin lógica porque si se tarda lo suficiente, el resto de la cola que espera mira mal, airada, aspaventosa, protestando por la torpeza de uno que no sabe distribuir la compra dentro de las bolsas, aún menos el cajero, que no está para eso en la hora punta sino para cobrar y listo. El gendarme sube con las bolsas de la compra que poco a poco van cediendo, una por el peso, otra porque va rozando con las paredes, ya que la escalera es estrecha. Está ansioso por llegar. El gendarme sabe que en breve será el desastre, como hace tres días, cuando toda la compra se fue escalera abajo por culpa de las bolsas, las prisas y sus ganas de llegar al apartamento. Cinco pisos, sin ascensor, suponen para el gendarme, viejo ya, un suplicio para bajar a por la compra y pensar que luego tiene que subir, de nuevo, con esa carga, con el temor de que se le rompan las bolsas porque olvidó una vez más coger las bolsas grandes, resistentes, porque salió con prisas a comprar y se dio cuenta de que en su nevera y despensa poco quedaba después de llegar de viaje. El gendarme suda, le sudan los dedos, palpitantes por la presión del plástico de las asas en los dedos que le hormiguean como adormeciéndose. Un rellano le falta y no llega a tiempo. Las bolsas, otra vez, se rompen y la compra entera rueda por los escalones yendo a parar al rellano, rompiéndose algunos tarros, la fruta por el hueco de la escalera, deshaciéndose a medida que cae e impacta con los pasamanos de acero inoxidable, las botellas de vino se rompen y riegan toda la escalera, dejando ese olor delator de alcohol, los huevos no se salvan tampoco. El gendarme se sienta en el escalón antes del rellano de su piso, y comienza a sollozar, luego gime impotente, y finalmente rompe a llorar desconsoladamente, como un niño al que se le olvidaran los deberes en casa, como si no hubiera tenido tiempo para estudiar para aquel examen. El gendarme llora, el eco de su llanto alerta a la vecina que, otra vez, abre la puerta y le ve ahí, sentado, empapado de vino, llorando. Ella baja un par de escalones desde el rellano del quinto hasta donde el gendarme está sentado y le abraza, le abraza como al niño que nunca tuvo, le abraza y ambos lloran, lloran porque de lo poco que se ha salvado de las bolsas nada les sirve para mañana. Es tarde, todo está cerrado ya. El gendarme se calma y la vecina le invita amablemente a su apartamento, no sin antes recoger el estropicio de la escalera. Aún con lágrimas en los ojos, la vecina del gendarme friega la escalera, barre los cristales, recupera unos tomates, magullados ya. La vecina ama al gendarme. Por eso le prepara una sopa y le abraza en la silla de la cocina. Ambos a solas, comiendo sopa, en silencio. El gendarme tiene sueño y vuelve a su apartamento, sin la compra, con lágrimas secas en los bolsillos. La vecina vuelve a cerrar la puerta cuando el gendarme entra en su casa. De madrugada, la vecina del gendarme se despierta, sobresaltada. Ha escuchado un disparo en el apartamento del gendarme. Grita. Sale y golpea la puerta del gendarme, que no responde. No responde. No responde. Se desploma llorando en el rellano, donde aún huele a vino y lejía. Son las cuatro de la mañana.

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