El primer libro que compré con dinero de mi
bolsillo (bueno, esto es un decir, ya que me lo financió a plazos mi
padre con la asignación semanal) aún lo conservo en mi estantería. Su
título es Guía de Lugares Imaginarios de Alberto Manguel y Gianni
Guadaluppi, publicado en la venerable Alianza Editorial en el año 1992,
es decir, rondaba yo los 15. Un libro encantador en el que se recogen, a
modo de Atlas y organizado de manera enciclopédica, los lugares y mundos
que imaginaron escritores, filósofos, pensadores, poetas a lo largo del
tiempo. Para mi exuberante imaginación aquello suponía como haber
hallado el mayor alijo de lo más narcótico posible con posibilidad de
disfrute vitalicio.
Durante
varios meses, desde que salió a la venta, me escaqueé por las tardes de
las clases particulares de inglés y matemáticas sólo para pasar varias
horas en la librería curioseando y, de paso y de reojo, vigilar que no
se llevaban el ejemplar, lo que me habría supuesto un trauma
irreversible (a esas edades todo trauma lo es), ya que mi fascinación
primera del hallazgo, mi ilusión posterior de ver que nadie se fijaba en
él, o que acaso ponía un mohín ante el precio (creo recordar que
alrededor de las 7.000 pesetas), comenzó poco a poco a transformarse en
una obsesión imparable por poseerlo. Finalmente, tras varios meses
ahorrando, privándome de otros placeres más mundanos (y por eso
placeres) como ir al cine en jauría a ver estupideces sólo por ver quién
y con quién, o saltar la banca del futbolín, adquirí el ejemplar.
Lo devoré, lentamente. Hoy la A. Mañana la B. Pasado la C, la D y la
E... Degusté cada entrada, cada palabra, cada furtivo aroma que se
desprendiera de las páginas que pasaba con avidez; disfruté sin tiempo
ni medida, acaricié cada noche los más cálidos vergeles con mi
imaginación. Había algo sagrado. Recuerdo perfectamente aquel placer.
A partir de ese momento, me volví bibliómano. Perseguía libros que me
produjeran la misma ilusión, pero que no costaran tanto. Era por una
cuestión práctica. Hay pasiones que se llevan con pudor (como diría el
maestro Montale acerca de la Poesía), y por eso la discreción ha de ser
prioritaria. De cualquier manera, pronto cogí fijación por los
diccionarios de bolsillo SOPENA de idiomas diversos. Los diccionarios
siempre me produjeron una oculta atracción desde muy niño: el orden
alfabético nunca respondía al orden de los conceptos, lo que me
resultaba aún más fascinante por ese carácter aleatorio de irse
encontrando poco a poco con las cosas y eso de lo que la gente habla y
dice de.
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