martes, 11 de diciembre de 2012

ETERNARIO (FRAGMENTO)

Hacia el interior, donde la niebla se disipa, se extiende el Gran Lago Gris de aguas serenas, rodeado de varias hileras de fresnos a lo largo del contorno de su orilla, salvo por una parte. Parece un inmenso estanque, sumido en la quietud de un templo de leñosas columnas. Sin embargo, cualquiera que sea el lugar entre los fresnos desde donde el caminante observe, siempre verá en la orilla opuesta lo que parece ser un acceso hacia el lago, eternamente inalcanzable.

Medité largamente sobre aquel fenómeno y el misterio que encerraba, pero no acerté a encontrar ni siquiera un resquicio de sombra en toda la extensión de mi mente para llegar a él. Incluso se me ocurrió trepar por uno de los fresnos hasta alguna rama más alta por si se trataba de un efecto óptico. Bien es cierto que a este lado la percepción de las cosas siempre se viste bajo otro aspecto y no tardé en darme  cuenta de que, nuevamente, se trataba de eso; había pasado demasiado tiempo al otro lado, por lo que mi percepción de las cosas se había acomodado a los seductores paisajes de la razón. Pero aquí nada es lo que aparenta ser. No hay tiempo, y por tanto, no hay movimiento; nada es lento ni rápido; el viento sopla y no sopla a la misma vez sobre los lugares que no son lugares.

Hube de visitar la vieja biblioteca circular, al otro lado, justo donde se encontraba el Gran Lago Gris rodeado de fresnos negros. Sentado entre ellos esperé a la lluvia.

La galería principal se hallaba en penumbras. Gracias a la luz de la luna que se colaba a través de los ventanales en arco de punto podían distinguirse las formas e incluso alguna noción de color. Revestida de mármol rosado sobre un suelo de jade con incrustaciones de obsidiana diestramente pulidas, la extensa galería principal se estrechaba a medida que avanzaba escaleras abajo y se hundía varios metros bajo la tierra. Al final del túnel, ya sin haces de luz en los que viajar permanecí a oscuras durante unos minutos. Hacía frío. La humedad había penetrado mi ropa. De repente, un intenso resplandor iluminó el túnel, dejándome ciego durante unos instantes. Era la arena de viaje de mis bolsillos, que al contacto con la humedad del ambiente había reaccionado.

Flanqueé la puerta que conducía a la gran sala circular. A pesar de carecer de luz, la arena conseguía que la gran sala principal quedara plenamente iluminada. La inmensa cúpula de mármol blanco estaba vestida desde su arranque en el suelo hasta el comienzo de su curvatura por negros estantes curvados de caoba, con cientos de anaqueles repletos de libros de distintos colores, grosores y texturas, grabados sus lomos con los más diversos signos y glifos, muchos de ellos imposibles de reproducir por manos poco diestras en las artes caligráficas. Intuía que era entre todos aquellos volúmenes innumerables donde se hallaría la respuesta a aquel misterio que el pensamiento ahora me ofrecía. Tal vez, la llave hacia aquel extraño conocimiento residía emboscada entre sus páginas llenas de ramas, pero podría estar toda la eternidad buscando y, probablemente hubiera sido descubierto antes de llevarme al otro lado aquella piedra de luz.

La inmensa sala circular tenía siempre el mismo aspecto girándose desde el centro, justo en el nadir. Sobre el punto blanco de mi eje en el ornamento helicoidal de mármol que cubría el suelo, comencé a dar vueltas, como hiciera en Konya, como una peonza oscilando en el eje de la esfera sobre la que parecía estar flotando debido al efecto óptico que producía el patrón del pavimento a cada nuevo giro.

Debió de ser la fuerza centrípeta, pues la arena de viaje salió expulsada de mis bolsillos a una velocidad de vértigo impactando sobre los lomos grabados, lo que produjo de repente un sinfín de pequeños símbolos brillantes flotando en el espacio; diminutos títulos impresos en trazos de luz, como lava que se deslizara lenta por las coladas de la sombra; pequeñas grietas de fuego en las paredes de la memoria.

Extasiado en la visión y en el aliento, permití a la extensión de mis sentidos hacerme reparar en un punto que carecía de luz. Sólo un único volumen de entre todos los volúmenes de lomo iluminado, justo el que la distancia hacía que estuviera frente a mí, mirase a donde mirase, permanecía ciego, sin título. Caminé trazando un radio con mi trayectoria hasta que estuve frente a él. Ahí estaba, justo al alcance de la mano, justo al alcance de mi vista sin necesidad de forzarla, preso entre los volúmenes adyacentes. Traté varias veces de procurarme un resquicio por el que lograr extraerlo del anaquel, pero no hubo forma, a lo que se sumaba un lomo tremendamente deslizante pero de agradable textura.  Parecía resistirse a su liberación. Hallé el modo de engañarle extrayendo uno de los libros adyacentes. Funcionó. Con facilidad, un grueso tomo con un título escrito en algo parecido a glifos mayas cedió entre mis manos, cayendo al suelo con un estrépito acorde a la acústica de la gran sala, de proporciones catedralicias. Atemorizado por mi posible delación ante la más que probable presencia de algún guardián, permanecí de cuclillas durante unos segundos que se alargaron como los ecos perdiéndose aún galería arriba.

Sujeto ahora por su propia caída hacia un lado, formando en el espacio desalojado dos triángulos equiláteros con fondo de mármol, logré hacerme con él al extenderse la superficie de agarre sobre ambas tapas. Una vez en mis manos, lo examiné con cuidado. No había ningún sello grabado sobre él, nada que hiciera a su poseedor consciente del contenido de aquel extraño libro. Extrañeza a la que contribuyó el hecho de no poseer ningún modo de abrirse, pues si bien podía verse con claridad el cuerpo del libro, de un inmaculado blanco, entre la cobertura de las tapas, éstas no tenían filo por el que abirse: un libro de dos lomos.

La luz se fue retirando poco a poco. El aire comenzaba a hacerse más seco hasta que finalmente me vi envuelto en la más densa y pesada oscuridad. Entonces regresé, amparado en las sombras.

Tendido entre los fresnos, al pie del lago, comprendí.

Hay puertas que nunca dan a ningún lugar, porque hay lugares a los que no llega ningún camino de igual modo que flotar en el centro del pensamiento sólo puede hacerse girando sobre el eje de la memoria.

Fue así que se me otorgó el don de olvidar hacia adelante.

2 comentarios:

  1. estancando la vida en un instante...
    great!
    abrazos
    K

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  2. Alucinante sucesión de escenarios a través de cuyos vasos comunicantes, robustamente conectados, se nos revela una de las facetas que el ser humano no ha explorado como debiera: el arte de percibir.

    Un fuerte abrazo.

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